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Expérience

Buenaventura: entre la ciudad del puerto y la ciudad del pueblo

Asentamientos urbanos, acceso al agua y gestión del riesgo como retos de la adaptación al cambio climático

Par Edisson Aguilar

8 septembre 2013

Buenaventura es una importante ciudad portuaria del Valle del Cauca, en el pacífico colombiano, por la que pasa aproximadamente el 60% del comercio nacional. Además de su importancia como puerto, la ciudad posee una gran diversidad natural y cultural, así como potencialidades para alcanzar un nivel considerable de desarrollo. Sin embargo, su situación actual es preocupante: enfrenta niveles de desempleo superiores al 60%; una creciente violencia; un acceso deficiente a servicios públicos; y, los efectos de una escasa planificación urbana, que han llevado a muchas personas a construir sus viviendas en zonas de «bajamar». A través del testimonio de los habitantes de algunos de estos barrios de bajamar, se abordarán tres temas claves para entender la relación entre las ciudades y la adaptación al cambio climático: la construcción de asentamientos urbanos, el acceso a servicios públicos y los retos de la gestión del riesgo. En este caso particular no se trata de una experiencia particular, sino del análisis de un territorio: Buenaventura, cuyo caso es interesante en términos de la gestión del cambio climático, pues muestra las relaciones entre desarrollo económico, percepción de riesgo y ordenamiento territorial, en sectores complejos como una ciudad costera del pacífico colombiano.

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En el marco del proyecto “Ciudades colombianas y cambio climático”, trabajado en conjunto con la Agencia Francesa para el Desarrollo, Fedesarrollo y la Fundación Ciudad Humana; el Instituto de Investigación y Debate sobre la Gobernanza (IRG) identificó diferentes experiencias que aportan a la reflexión sobre la adaptación y/o mitigación del cambio climático. En este caso particular no se trata de una experiencia particular, sino del análisis de un territorio: Buenaventura, cuyo caso es interesante en términos de la gestión del cambio climático, pues muestra las relaciones entre desarrollo económico, percepción de riesgo y ordenamiento territorial, en sectores complejos como una ciudad costera del pacífico colombiano.

Buenaventura es una destacada ciudad portuaria del departamento del Valle del Cauca, en el suroccidente del país. Se dice que por su puerto pasa aproximadamente el 60% del comercio internacional de Colombia. Por tanto, en el marco del Tratado de Libre Comercio (TLC) que Colombia ha firmado con Estados Unidos (que entró en vigencia este año) y de la naciente Alianza del Pacífico, la ciudad es proyectada por el gobierno nacional y las élites empresariales como un importante foco de desarrollo económico. Así mismo, por su ubicación geográfica posee una enorme biodiversidad que está representada en ecosistemas como los manglares y en abundantes fuentes hídricas como los ríos Dagua, Calima, Anchicaya, Raposo, Mallorquín, Cajambre, Yurumanguí, Escalerete (que es el que abastece al acueducto de la ciudad) y ciertas partes del Naya y el San Juan. Además, la ciudad posee enormes yacimientos de oro en su área rural. Un turista no familiarizado con las dinámicas nacionales podría pensar, siguiendo esa descripción, que Buenaventura es una de las urbes más prosperas del país.

Sin embargo, la realidad es el reverso de esa idea. Es difícil encontrar otra ciudad colombiana con indicadores socio-económicos tan preocupantes y tantos contrastes: el 80.6% de sus poco más de 350.000 habitantes se encuentra en condición de pobreza y el 43.5% en indigencia, según la Encuesta Continua de Hogares del año 2004 1; y el desempleo y el subempleo alcanzaron las alarmantes cifras de 63,5% y 14,9% respectivamente, de acuerdo a los datos de la Cámara de Comercio de Buenaventura para el año 2010 2. Por otra parte, el acceso a los servicios públicos de acueducto y alcantarillado es deficiente; según James Casquete, gerente de la Sociedad de Acueducto y Alcantarillado de Buenaventura (SAAB), el servicio es intermitente, ya que en la mayor parte de la ciudad el agua llega día de por medio o cada tres días y únicamente en el centro, donde están ubicadas la alcaldía y los principales hoteles, es constante.

Pero además de esa difícil situación social los bonaverenses deben enfrentar los estragos causados por las disputas territoriales que hoy día libran las bandas criminales (BACRIM) “la Empresa” y los “Rastrojos” (reductos de grupos paramilitares hoy disueltos) que luchan, entre otras cosas, por el control del narcotráfico en la zona; y los derivados de la influencia de las FARC y sus negocios de minería ilegal. Según un reportaje que en febrero de este año hizo el sociólogo Alfredo Molano, para el diario El Espectador, entre 2006 y 2012 murieron 1400 personas de forma violenta en la ciudad; aumentaron las desapariciones forzosas, pasando de 57 en 2011 a 113 en 2012 (este delito se mide por la cantidad de denuncias interpuestas por los ciudadanos); y se extendieron prácticas de tortura como los desmembramientos, hecho que confirma monseñor Héctor Epalza, obispo de Buenaventura, quien afirma haber sido amenazado por denunciar que allí existen casas donde las personas son descuartizadas vivas 3.

Entonces, ¿por qué escoger una ciudad como Buenaventura en un estudio sobre la gestión urbana del cambio climático? Podrían esgrimirse varias razones. Una importante es que en Buenaventura, como en otras zonas del pacífico colombiano, la posibilidad de un Maremoto (tsunami) es una amenaza real y por tanto se requiere una adecuada gestión del riesgo y el cambio climático para enfrentarla. Otra es que en las áreas rurales de la ciudad las comunidades han convivido durante cientos de años con el manglar, uno de los ecosistemas vitales en la mitigación del cambio climático (por un lado almacena CO2 y por otro, cuando es destruido, libera el CO2 que había almacenado, de tal forma que su destrucción no solo implica que deja de retener carbono sino que se incrementan las emisiones) y una fuente de subsistencia para las familias que dependen de la pesca (sus características hacen que sea una fuente de alimento y hábitat para diversas especies de peces y moluscos), que en Buenaventura son numerosas.

También porque allí la mayor parte de la población es afrodescendiente y algunas de sus prácticas ancestrales: construcción de viviendas palafíticas, estructura de familias extensas y economía ligada al mar y al manglar, en ocasiones entran en conflicto con iniciativas de reubicación por riesgo, un asunto que muestra la necesidad del diálogo cultural en los procesos de adaptación. Y finalmente, que la Ley 1617 de 2013 declara a Buenaventura “Distrito Especial, Industrial, Portuario, Biodiverso y Ecoturístico”, lo que implica que su gestión ambiental dejará de depender de la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca (CVC) y, como los demás distritos del país, será una autoridad ambiental con jurisdicción (el perímetro urbano) y presupuesto propio, lo que puede ser tanto un riesgo, por causa de su debilidad institucional, como una oportunidad, si se emplea la autonomía obtenida para implementar planes de conservación ambiental, manejo de las cuencas y gestión del riesgo y el cambio climático.

Pero más allá de esas razones concretas el caso de este convulsionado puerto del pacífico permite analizar la relación entre el cambio climático y el desarrollo socio-económico, y más aún, sugerir que la primera medida de adaptación es un desarrollo equitativo. En contextos donde las necesidades básicas no son satisfechas e incluso el derecho fundamental por excelencia, la vida, no es respetado, es imposible que las autoridades públicas y la ciudadanía se interesen por impulsar procesos de gestión ambiental urbana. Así, parece relevante explorar las problemáticas de la ciudad, especialmente aquellas que inciden directamente en los procesos de adaptación al cambio climático: condiciones de pobreza, usos y planeación del territorio y acceso a servicios públicos básicos. Nuestro análisis está orientado por el testimonio de actores sociales de Buenaventura, quienes desde sus perspectivas particulares nos ofrecieron una panorámica de la ciudad. También presentaremos una iniciativa que ha impulsado la organización Proceso de Comunidades Negras (PCN) para articular el cambio climático y la conservación ambiental en procesos de desarrollo con perspectiva étnica.

Conflictos por el territorio. Agua, asentamientos urbanos y riesgo

Si hay una zona de Buenaventura que refleja como ninguna las contradicciones de su modelo de desarrollo y las consecuencias de la escasa planificación territorial es la conocida como “Bajamar”. Esta área de la ciudad consiste, como lo señalan sus habitantes, en terrenos que han sido “ganados al mar”, es decir, que antes estaban ocupados por manglares o eran inundables por la marea y han sido rellenados, construidos y convertidos en varios barrios. Actualmente esas construcciones son consideradas como de alto riesgo, no tienen titulación y muchas de ellas se encuentran en la zona de expansión portuaria o de la futura construcción del malecón (una obra de infraestructura para mejorar la imagen de la ciudad y promover el turismo, que incluye la construcción de un parque, la ampliación de la calle primera y la creación de una laguna artificial para dar a la ciudad una playa que hoy no posee), por lo que el desalojo es una realidad inminente para las comunidades que las habitan. Sin embargo, para entender las razones de esta forma de ocupación del territorio es necesario conocer algo de la historia de esos barrios y saber por qué sus fundadores decidieron, hace ya varias décadas, colonizar el mar. Para tal fin realizamos entrevistas a los pobladores de dos de esos barrios, en las que surgieron tres temas centrales en torno a los que se generan conflictos territoriales y en los que se hace evidente la relación entre el desarrollo local y las posibilidades de adaptación al cambio climático: la construcción de asentamientos urbanos, el agua como servicio público y como parte de la cultura de las comunidades, y la resistencia local a ciertas medidas de gestión del riesgo.

La construcción de asentamientos urbanos…

A uno de los barrios de bajamar llegamos gracias a la gestión de un líder local. La cita es en el centro comunal, en el que funcionan una biblioteca y una sala de sistemas para los niños del barrio. Caminando hacia el lugar se ven unas tras otras las viviendas palafíticas que, levantadas sobre palos, no solo evitan inundarse por la marea sino que la aprovechan como alcantarillado: todo lo que sale de las casas se lo lleva el mar.

Poco a poco van llegando al sitio de la reunión algunas mujeres de la zona, que están dispuestas a contarnos cómo surgió el barrio y cuáles son los conflictos territoriales que viven actualmente. Algunas matronas de mayor edad, adultas jóvenes que están estudiando en la universidad o son docentes de colegio, e incluso jovencitas en edad escolar son nuestras interlocutoras. ¿Hace cuánto llegaron acá? Les preguntamos. Las respuestas oscilan entre 40 y 50 años en el caso de las mujeres mayores y entre 10 a 20 para las más jóvenes. Ellas cuentan que llegaron desde diversos sitios del pacífico, como Tumaco, buscando oportunidades económicas y que se asentaron allí porque los precios del terreno eran muy bajos (al ser baldíos parcelados por sus primeros habitantes). La técnica de las viviendas palafíticas había sido aprendida en la mayoría de los casos en sus lugares originales de residencia y, en otros, al llegar a Buenaventura, aunque ellas aclaran que son los hombres de la comunidad quienes cortan los palos de soporte y construyen las casas. Pero antes de construir había que adecuar el terreno, ¿cómo? Rellenándolo con cualquier material al alcance, en este caso, basura. Estas mujeres narran entre risas que cuando pasaba el camión de la basura, más precisamente una volqueta que hacia las labores de recolección para la época, ellas les invitaban un jugo a los conductores para convencerlos de que arrojaran los residuos en la zona en que querían construir. Luego de tener basura suficiente el relleno se cubría con aserrín y el espacio quedaba listo para edificar.

La madera usada para construir la base de las casas era la que cortaban del manglar, separando en ese mismo proceso el lugar en que iría la vivienda, de tal forma que los únicos costos debían asumir eran los de materiales como las tejas de zinc, etc. Toda la construcción del barrio se hizo mediante alianzas de solidaridad vecinal, por ejemplo, mingas colectivas en las que los habitantes ya establecidos ayudaban a los recién llegados a hacer sus casas.

No es difícil entender, conociendo un poco de la historia de este barrio, porque sus habitantes están tan apegados a él. Se trata de uno de esos procesos de urbanización jalonados por los ciudadanos y no por el Estado, en el que los primeros deben proveerse de todos los servicios que se supone garantiza el segundo, como ocurre con el acceso al agua.

Acceso al agua y el agua como elemento de la cultura…

De acuerdo a las mujeres entrevistadas la provisión del servicio de agua tuvo por lo menos tres fases: recolección de agua para consumo en un aljibe que quedaba a más o menos un kilómetro de las casas y en algunos casos almacenamiento de aguas lluvias en tanques (para usarlas en lavado de ropa y platos); posteriormente, gracias al impulso de la Junta de Acción Comunal, se realizó trabajo comunitario para la instalación de tubos que acercaran el agua; y, desde hace algunos años el gobierno les llevó el acueducto oficial. Sin embargo este último, como ocurre en el resto de la ciudad, ha tenido problemas. Las mujeres nos cuentan que si bien la conexión llega hasta la puerta de las casas, el agua no tiene suficiente presión y por tanto es como si no contaran con el servicio. Algunas personas todavía siguen cargando el agua en baldes, bien sea que la obtengan de algún pozo o de sus vecinos que tienen motobomba y por tanto forma de almacenar.

Las mujeres del barrio reconocen que si bien buena parte de la responsabilidad recae sobre Hidropacífico, el actual operador del acueducto, algunas prácticas de la población han contribuido a empeorar el acceso al agua. El relleno que permitió la edificación del barrio y la inveterada costumbre de arrojar las basuras a la marea han taponado los tubos que transportan el líquido. En algunos casos, la razón es que el carro recolector no llega hasta las casas y en otros simplemente que durante años y años la marea ha sido vista como el vertedero por excelencia. Y aunque algunas de esas costumbres sean problemáticas a nivel ambiental, es importante ver el panorama más general: la relación cultural que con el agua y el mar tienen estas comunidades. Parte de esto sale en la conversación cuando hablamos de lo que significa para ellas la marea y en general el agua: nos dicen “Esto es de agua. Aquí cae más agua que sol”; nos reiteran que siempre han convivido con las mareas que van y vienen, sirviendo como alcantarillado, y que cuando hay algún evento festivo y llueve este no se acaba sino que por el contrario se hace más alegre; y nos relatan a carcajadas que desde niñas se bañan en la marea, al igual que sus hijos y nietos, sin importar que de cuando en cuando puedan encontrarse con una excrecencia que probablemente salió de sus casas o las de sus vecinos. Todo esto recuerda a las “culturas anfibias” de las que hablaba Orlando Fals Borda y en las que la convivencia con el agua era parte casi natural de la vida. Por ejemplo, para las mujeres del barrio no hay tal cosa como las inundaciones pues, en primer lugar, las personas que construyen sus casas observan la altura a la que están ubicadas las viviendas vecinas y así las ponen a igual o mayor altura, y en segundo lugar, no creen que pueda hablarse de inundaciones en un sector que como ellas dicen “es de agua”.

El territorio y la resistencia a la gestión del riesgo…

El tema de las tradiciones culturales nos lleva a otro más delicado: la posibilidad, cada vez más real, de ser desalojados de su territorio. Para las mujeres de este barrio el proyecto del malecón 4, y que estaría ubicado en buena parte de la zona de bajamar, es un “sueño de los grandes” (los poderosos) que no los incluye a ellos. Según nos dicen, el 80% del municipio ha tenido el mismo proceso de urbanización, a través de rellenos hechos con basura, incluso en zonas que hoy son ocupadas por terminales portuarias o industrias; por eso no entienden porque a ellos sí se les cuestione el haber construido de esa manera y el seguir viviendo allí. Además, argumentan que la legislación que los declara ilegales es reciente pero que su barrio tiene más de cincuenta años de existencia y que en esa época incluso políticos locales los ayudaron a instalarse. También sugieren que ciertos hechos de violencia que han azotado a la ciudad en las zonas de bajamar, incluyendo los ataques de grupos paramilitares, podrían atribuirse al interés de grupos de poder por sacarlos de la zona y no solo a la lucha por el monopolio del narcotráfico.

No hay forma de corroborar esas denuncias y por tanto sería aventurado afirmar tajantemente que son ciertas, aunque testimonios similares recoge Alfredo Molano en su reportaje para El Espectador. Lo que sí puede decirse con la información existente es que existe una profunda desconfianza en el Estado y sus políticas, que años de abandono han hecho ilegítimas sus pretensiones de control territorial, y que la prácticamente nula planificación urbana de la ciudad permitió que estas comunidades se asentaran en zonas que hoy son jurisdicción de la Dirección Marítima (DIMAR), pues palabras más palabras menos, son mar; teniendo eso en cuenta, puede decirse que las razones de la resistencia a la gestión del riesgo, en este caso a la reubicación, son siempre complejas y entrañan no solo distancias culturales sino también una profunda desconfianza institucional y el traslape de territorialidades contrapuestas. El distrito ha ofrecido reubicar a los habitantes de Bajamar en una nueva urbanización denominada San Antonio pero estas personas han rechazado la oferta en reiteradas ocasiones, ¿por qué? Nos lo explican las mujeres del barrio al decir que, por un lado, las casas son demasiado pequeñas, que no son espaciosas como sus actuales hábitats y que allí no cabrían sus familias “extensas” (las conformadas por una red de parentesco que no termina en los padres y los hijos), el tipo de núcleo familiar que acostumbran a tener; y, que por otro lado, la mayoría de las personas de bajamar dependen de la pesca y por tanto si se los lleva a vivir a un sector alejado del mar perderían su forma de subsistencia.

Al día siguiente de hablar con estas mujeres fuimos a otro barrio de bajamar, y además ubicado en otra comuna. Allí nos recibió en su casa una líder comunitaria que nos cuenta una historia muy similar a la del primer barrio, pero añade algunos elementos nuevos: por ejemplo, que la no titulación de los terrenos de bajamar ha servido como argumento a la empresa de gas, para no instalarles el servicio, hecho que para ella es una forma de aislarlos y presionarlos para que salgan de la zona. También nos cuenta que muchas personas del barrio no pagan el servicio de agua debido a su intermitencia y que esto ha llevado a que Hidropacífico se los suspenda definitivamente. Y nos dice que el alcantarillado fue mal construido y como no funcionó, la gente siguió usando la marea para eliminar los desechos. El caso de este sector es particular, ya que sus habitantes son vecinos de la terminal portuaria que administra la empresa TCBUEN y de la carbonera Trenaco. Según esta lider, el polvo del carbón almacenado en las bodegas de Trenaco produce enfermedades respiratorias en la población, y TCBUEN genera contaminación auditiva como resultado del movimiento de los contenedores, afectando no solamente el descanso de los lugareños sino la estabilidad de sus casas (las vibraciones han agrietado sus viviendas). Todo esto hace parte de un conflicto territorial que se expresa en el hecho de que la comuna haya sido declarada por el gobierno local como “zona industrial” sin haber adelantado en primer lugar las correspondientes labores de reubicación. Ella, al igual que otros moradores de bajamar, desconfía profundamente de las empresas y de la alcaldía y siente que no hay disposición al diálogo por parte de estos actores sociales. Para ella, el actual plan de reubicación está mal diseñado, al contemplar únicamente la vivienda pero no involucrar alternativas de reactivación económica, máxime cuando en este caso se trata de personas que dependen de su cercanía al mar para subsistir.

En suma, las percepciones comunes que encontramos en estos dos barrios de bajamar son: que los proyectos económicos de la ciudad los excluyen, que los servicios públicos son deplorables o inexistentes y que las condiciones de reubicación que les ofrecen van en contravía de sus prácticas culturales y sus actividades económicas tradicionales.

¿Y qué hacer?

En lo que respecta a las entidades públicas, algunos de sus argumentos muestran que la realidad no es en blanco y negro. La DIMAR sostiene que sería una irresponsabilidad titular terrenos que están en riesgo de sufrir maremoto y que esas zonas deben estar bajo su administración. La SAAB afirma que si bien la gestión de Hidropacífico ha sido deficiente las comunidades contaminan los cuerpos de agua, taponan la red de alcantarillado con basuras, y la ubicación geográfica de las zonas de bajamar hace difícil proveer un servicio constante. Sobre el alcantarillado, el señor Casquete dice que por sus costumbres las comunidades de bajamar prefieren usar la marea y no se conectan al alcantarillado. Lo cierto, independientemente de las versiones encontradas, es que la cobertura de este servicio es de menos de la mitad en una ciudad de más de 350.000 habitantes y esto constituye una preocupante situación sanitaria. Finalmente, sobre los proyectos de expansión portuaria y construcción de infraestructura urbana, tales como el malecón, los funcionarios públicos señalan su importancia estratégica para el desarrollo económico de una urbe sumida en la pobreza.

Sin embargo, hasta el momento la existencia del puerto no ha garantizado bienestar para el grueso de la población pues como dice Monseñor Epalza “Buenaventura es una ciudad en la que entra y sale la riqueza pero no se queda”. La cuestión, más allá de una falsa dicotomía entre crecimiento económico y bienestar común, es: ¿cómo garantizar que los beneficios de los grandes proyectos económicos se distribuyan equitativamente entre la población de la ciudad? ¿Cómo incluir a población como la de bajamar en el proceso de desarrollo de la ciudad? Y más aún, ¿cómo hacerlo sin que eso violente sus prácticas culturales? Sin duda, parte de la labor es empezar por garantizar el acceso a servicios básicos e idear una manera de gestionar el riesgo (incluyendo la posibilidad de reubicaciones u otras alternativas) que reconozca las diferencias culturales de la población y la involucre en el diseño de las soluciones. La única opción distinta a esa es la fuerza, cosa que solo aumentaría la desconfianza de los ciudadanos en el gobierno local, que de por sí ya es bastante amplia. Un punto de partida es reconocer que aunque ciertas prácticas culturales no son afines a procesos de adaptación, otras pueden contribuir a preservar los ecosistemas y hacer sostenibles las actividades económicas. Tal es el caso del trabajo que adelanta el Proceso de Comunidades Negras en Buenaventura.

El Proceso de Comunidades Negras (PCN) y la gestión del cambio climático

Si en este documento solo hemos hablado del cambio climático de forma indirecta es porque en Buenaventura no existen hasta el momento programas gubernamentales dirigidos a enfrentarlo. La institucionalidad de la ciudad es débil. Varios de sus últimos alcaldes han terminado destituidos por corrupción y algunos han sido condenados a prisión. La Dirección Técnica Ambiental solo realiza actividades de inspección y educación ambiental y la gestión corre a cargo de la CVC (hecha que cambia a partir de mediados de este año). Y como señalábamos, el distrito todavía no está en capacidad de garantizar los servicios de acueducto y alcantarillado para toda la población. Teniendo en cuenta ese panorama, es importante destacar las iniciativas que provienen de la ciudadanía, pues cuando el tema pase a ocupar un lugar en la agenda pública ya habrá insumos a partir de los cuales empezar a trabajar. El PCN es una organización nacional que desde 1995 agrupa a varias organizaciones locales y regionales con el propósito de defender y proteger los derechos colectivos, ancestrales y territoriales de las comunidades negras. En Buenaventura realizan trabajo con comunidades afro de las zonas rurales para impulsar un proceso de desarrollo con visión étnica. La iniciativa es amplia, pero para el tema que nos convoca José Absalón Suárez y Julio Cesar Biojó, dos líderes del PCN con los que nos entrevistamos en Buenaventura, dicen que a pesar de que el distrito no tiene en cuenta el cambio climático para ellos sí es una preocupación.

Ellos abordan el cambio climático desde un enfoque de derechos, relacionándolos con las causas e impactos del cambio climático. Los dos líderes señalan que trabajan por el derecho al territorio y a los recursos naturales, y que buscan el uso racional del territorio y los recursos y que en ese sentido la “identidad étnica cultural” sirve como una alternativa para enfrentar el cambio climático; ellos dicen que ciertas prácticas de los “abuelos” aseguraban la conservación y protección de los recursos naturales, por ejemplo, solo talaban los arboles maduros y pescaban los peces adultos (devolviendo los demás al agua). Entonces, la propuesta de adaptación del PCN es recuperar prácticas como esas, que con el paso del tiempo han ido despareciendo. Incluso, la forma de propiedad colectiva de las comunidades afro que están organizadas en “Consejos Comunitarios” sirve como estrategia de conservación ambiental, pues los ecosistemas que hacen parte de los territorios protegidos por esta figura jurídica no pueden ser usados en actividades como la minería, la tala masiva de árboles o la urbanización. Pero lo realmente interesante de esta propuesta es que ellos más que trabajar el cambio climático por sí mismo convierten la adaptación en una consecuencia derivada de un modelo de desarrollo, el étnico. Por supuesto, no se trata de adoptar su modelo sino de idear formas de hacer que la gestión del cambio climático sea parte integral del tipo de desarrollo que se impulse.

Commentaires

El análisis de las ciudades colombianas muestra algunos retos importantes de la planeación de la adaptación al cambio climático, siendo los más importantes: articular el ordenamiento territorial con la protección ambiental y el desarrollo de actividades económicas; garantizar el acceso a los servicios públicos de agua y alcantarillado a toda la población; e impulsar un modelo de desarrollo que sea participativo y sostenible. Ahora bien, al hablar de cómo planear la adaptación al cambio climático es necesario aclarar que este ejercicio no es equiparable a las labores tradicionales de planeación urbana y gestión de la sostenibilidad ambiental, lo que no quiere decir que sean incompatibles sino, al contrario, complementarias. Según el informe Progress And Challenges in Urban Adaptation Planning, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) “La adaptación tiene el potencial de integrarse con muchas actividades que ya tienen lugar en las ciudades, pero también es diferente de las enfoques típicos de la planeación urbana y de la sostenibilidad. Tradicionalmente, la planeación urbana usa tendencias históricas como base para la toma de decisiones. En contraste, la planeación de la adaptación al cambio climático toma en cuenta los cambios que se proyecta ocurrirán en el futuro” (traducción personal del original en inglés).

Este informe también sugiere que aunque hay muchos “traslapes” o puntos de encuentro entre la adaptación y la sostenibilidad, especialmente en aquellas áreas como el apoyo al pago por servicios ecosistémicos, el aumento de espacios verdes y el mejoramiento de la infraestructura urbana; la adaptación va más allá y se preocupa por equilibrar el desarrollo de actividades económicas y la atención a personas pobres y vulnerables ante los efectos del cambio climático, y no solo eso, sino que en este proceso los científicos deben construir escenarios que permitan a los gobernantes planear a largo plazo. En ese sentido, para lograr el cumplimiento de los tres retos señalados, las ciudades colombianas que deseen adaptarse deben iniciar un ejercicio de planeación distinto, que trascienda tanto los límites urbanos –atendiendo a lo periurbano y lo rural- como temporales –los periodos de gobierno e incluso los de los planes de ordenamiento territorial- de la planeación tradicional, y priorice aquellas medidas que impacten directamente en el mejoramiento de la calidad de vida de las personas vulnerables y en general en el desarrollo de la ciudad.

 

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