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Análisis

Legitimidades, actores y territorios: arraigar la gobernanza en la diversidad de culturas

Por Martin Vielajus, Michel Sauquet

2008

Los autores de este artículo proponen una toma de distancia con respecto a un enfoque de la gobernanza como un simple conjunto de herramientas institucionales, ampliamente calcadas de los modelos democráticos occidentales. Conciben mucho más el aporte de esta noción de “gobernanza” como la identificación de un conjunto de procesos que permitan la implementación de regulaciones económicas, sociales y políticas realmente adaptadas a las realidades de las sociedades. Observan, en consecuencia, la necesidad de que las acciones de cooperación internacional se despeguen del enfoque de “buena gobernanza”, demasiado normativo, y apunten a considerar, para sus decisiones estratégicas, tres de las cuestiones que atraviesan a las distintas sociedades: la legitimidad y el arraigo del poder, el papel de los actores no estatales y el papel del nivel local y de su articulación con las demás escalas de la gobernanza.

Contenido

En el ámbito de la cooperación internacional, la noción de “gobernanza” es empleada hoy en día por corrientes de pensamiento muy diversas. Engloba así una multiplicidad de sentidos y de niveles de comprensión a veces contradictorios y cristaliza, desde hace casi una década, gran parte de los debates que animan a las instituciones nacionales e internacionales de cooperación para el desarrollo. Algunos sólo ven en la palabra gobernanza la expresión de una nueva “moda” semántica sin demasiada profundidad y recomiendan ignorarla. En nuestra opinión, sin embargo, el argumento que consiste en dejar de lado los términos demasiado usados por el discurso político y en deslegitimar a priori las nuevas palabras compuestas para sustituirlas por palabras más específicas y con menos connotaciones puede ser contraproducente. El hecho mismo de que un término del lenguaje político internacional sea instrumentalizado de tal forma por actores con perfiles y objetivos tan diferentes es lo que constituye justamente su riqueza. La diversidad de las comprensiones de la noción de gobernanza pone en tela de juicio, en realidad, la capacidad del modelo político occidental, su lenguaje y sus conceptos, para aprehender la realidad de las dinámicas y de las estructuras sociopolíticas presentes en las otras regiones del mundo. Uno de los objetivos del IRG es, precisamente, poner de manifiesto y analizar el sentido de esa diversidad.

Participar en la elaboración de una definición renovada de la gobernanza dentro de las políticas de desarrollo implica necesariamente una relectura de lo “político”, un profundo cuestionamiento de la lógica misma de los procesos de cooperación y permite asimismo lanzar una mirada crítica sobre algunas lógicas Norte-Sur, parcialmente heredadas de la historia colonial.

En la comprensión de la noción aparecen dos tendencias que, a nuestro entender, marcan la división fundamental que anima este debate.

La primera tendencia consiste en concebir la gobernanza como un conjunto de herramientas institucionales, calcado sobre los modelos democráticos existentes en Europa o en América del Norte. Esas herramientas se caracterizan en primer lugar por una serie de normas (gestión administrativa, respeto de los derechos, proceso electoral, etc.) cuya aplicación es principalmente evaluada por los proveedores de fondos exteriores. Los distintos elementos de ese enfoque se reagrupan generalmente bajo el término de “buena gobernanza”. Esa voluntad de evaluación de los marcos políticos e institucionales de cada país es, por supuesto, uno de los principales resultados de la reflexión que realiza colectivamente la comunidad de los proveedores de fondos sobre la eficacia de la Ayuda, iniciada particularmente por los trabajos de Burnside y Dollar (1997). Pero la voluntad de los organismos internacionales de ejercer una forma de control sobre el funcionamiento político de los países del Sur y de su adaptación al modelo occidental no es realmente nueva. Ya en 1919, por ejemplo, aparecía en la firma del Tratado de Versalles la práctica de la observación electoral. En 1948, ésta se convierte en un instrumento habitual de las Naciones Unidas que, invitadas por un gobierno, pueden garantizar la supervisión de un proceso electoral nacional. A partir de los años ’70, otros organismos intergubernamentales1 o no gubernamentales internacionales2 ayudan y hasta reemplazan a las Naciones Unidas en esa función.

Frente a esta perspectiva bastante prescriptiva del modelo de “buena gobernanza”, algunas voces críticas –segunda tendencia- se han ido elevando en el transcurso de los últimos diez años, con el fin de cuestionar el carácter “universal” de las herramientas políticas occidentales y criticar las modalidades efectivas de la transferencia de un sistema de buena gobernanza hacia países cuya historia y cuyas dinámicas sociales son muy diferentes a las del Norte. Este enfoque crítico, que encontramos en gran parte en las recientes reflexiones del ministerio francés de Asuntos Exteriores, particularmente dentro de la subdirección de la gobernanza democrática, se orienta pues hacia una comprensión de la gobernanza que ya no es simplemente la descripción del conjunto de las instituciones y administraciones existentes y de su nivel de funcionamiento, sino –de un modo más amplio- el conjunto de los procesos que permiten la implementación de regulaciones económicas, sociales y políticas.

Esta ampliación del enfoque coincide ampliamente con la distinción que hicieron N. Meisel y J. Ould Aoudia, en su iniciativa “Perfiles Institucionales”3, entre las funciones institucionales, de las cuales puede admitirse que sean universales y atemporales (como el hecho de generar confianza, preservar el orden y la seguridad en la sociedad, etc.) y los arreglos institucionales (o formas institucionales) que adoptan distintas caras según los países, según su nivel de desarrollo, su historia, etc. El peligro de un enfoque guiado por un ideal de “buena gobernanza” radica entonces, muy a menudo, en focalizarse solamente sobre la existencia de arreglos institucionales específicos, olvidando la realidad cultural, social y económica de los países que reciben la ayuda. Cierto es que la gran diversidad de historias y contextos no impide la existencia de cuestiones comunes (la cuestión de la legitimidad y del arraigo del -de los- poderes vigentes; la del funcionamiento de las instituciones públicas y de la pérdida de confianza en el Estado; la del estatus de los actores no estatales en la coproducción del bien común; la del estatus real del nivel local en la gobernanza, etc.). Pero las respuestas que intentan y pueden aportar para estas cuestiones los distintos actores, de una cultura a otra, son a menudo radicalmente diferentes.

En consecuencia, la manera en que las instituciones internacionales evalúan hoy en día la calidad de la gobernanza de esos países por lo general no sólo no da cuenta de las realidades y aspiraciones de estos últimos, sino que tampoco responde al interés mismo de los países proveedores de ayuda, puesto que no contribuye a fortalecer la eficacia de las ayudas. El hecho de que los organismos de los países del Norte tengan un conocimiento más profundo y si fuera posible una mejor consideración de las lógicas africanas, latinoamericanas o chinas, por ejemplo, nos parece entonces un elemento importante de los que podría ser una nueva visión de la cooperación internacional.

A través de sus colaboraciones de investigación y de sus encuentros internacionales, el IRG fue llevado a volcarse en estos últimos años sobre la diversidad de esos arreglos institucionales en África, en China o en América del Sur. Al mismo tiempo, el Instituto pudo identificar la persistencia de esas problemáticas comunes, de esas funciones más o menos universales que atraviesan a las distintas sociedades. Nos proponemos a continuación abordar tres de entre ellas (la legitimidad del poder, el papel de los actores no estatales y la articulación de las escalas de la gobernanza) y explorar la variedad de las respuestas aportadas por culturas y contextos políticos específicos.

La pluralidad de las fuentes de legitimidad del poder.

Conocerla, adaptarla.

Las políticas de cooperación pueden ignorar cada vez menos la realidad de las tensiones institucionales, y hasta de las esquizofrenias políticas que existen actualmente en muchos países del Sur. Naturalmente están atentas a trabajar con las instituciones inscritas dentro del marco legal de los países cooperantes, pero las reflexiones sobre la relación entre legalidad y legitimidad son cada vez más frecuentes. Sería tan simplista oponer sistemáticamente estas dos nociones como ingenuo pretender reducir la legitimidad del poder a una conformidad con la legalidad de los actores e instituciones en ejercicio. Esta legalidad, aun cuando emane de un proceso de elaboración democrática, no deja de ser un asunto de reglas formales y de técnicas y puede, con el correr del tiempo, no corresponderse más con los principios que la formaron. La legitimidad, por su parte, está vinculada sobre todo con un arraigo cultural y social. Más allá de las reglas legales, o complementándolas, la legitimidad determina, tal como lo señala Dominique Darbon4, “la capacidad de los dirigentes para imponerse socialmente como tales, para hacer que su situación legal se asocie a la aceptación, por parte de los dominados, de la dominación que sufren pero, sobre todo, que aceptan y desean porque se corresponde con sus creencias con respecto al poder.” Si los ciudadanos no se reconocen, o dejan de hacerlo, en la manera en que son gobernados, si el poder no está, o deja de estar, arraigado en una historia, una cultura, una modernidad local o nacional, entonces pierde necesariamente legitimidad y, por lo tanto, eficacia.

En distintas regiones de África, de América Andina y de Asia Central, el IRG se esfuerza actualmente por analizar y entender mejor esta tensión y reunir las ideas, experiencias y propuestas que apuntan a reducirla. En particular, trata de identificar y cuestionar los principales procesos de construcción de la legitimidad, tanto los que desembocan en dispositivos legales como los que no lo hacen: los procesos de elecciones de tipo occidental; los procesos de designación tradicional de los dirigentes; los procesos de resolución de conflictos; los procesos de creación o de restauración de la confianza en el Estado.

En primer lugar la elección democrática. En el coloquio “Entre tradición y modernidad, ¿qué gobernanza necesita África?”5, una universitaria de Malí, Bintou Sanankoua, señalaba las dificultades prácticas de las consultas electorales en África Occidental e insistía sobre la necesidad de “fortalecer la democracia haciéndola comprensible para las poblaciones.” Este tipo de observaciones, ampliamente compartidas en el continente africano, no tienen sin embargo las mismas conclusiones operacionales, y los actores africanos mismos están muy divididos sobre este punto. La mayoría concluye sobre la necesidad de un trabajo pedagógico y de adaptación de las herramientas técnicas de la elección y se basan en el apoyo de expertos y de observadores internacionales para organizar las elecciones en las mejores condiciones. Pero otros, y esta postura es menos conocida, deducen que es necesario un profundo cuestionamiento de un sistema del cual ellos piensan que no tiene nada que ver son su cultura. Es incomprensible, dicen, este sistema en el cual el voto de un joven de 18 años tiene el mismo peso que el de un Anciano; es incomprensible esta regla mayoritaria que instaura, al salir de las urnas, ganadores y perdedores en una cultura donde el sistema político y social se ha fundado históricamente sobre el consenso; poco comprensibles incluso los fundamentos democráticos del multipartidismo dentro del cual se juegan las elecciones. La consecuencia de todo ello es una deserción de las urnas que pone en tela de juicio la legitimidad. N’Ttji Idriss Mariko, de Malí también, ironizaba en el mismo coloquio: “Se crean partidos políticos siguiendo alianzas de intereses, y a veces contra natura, sin programa de gobierno y con el único objetivo de procurar una parte de la torta nacional a sus promotores. El pueblo no gana nada con eso y termina por no prestarse más al juego de los oportunistas de toda índole. No es asombroso entonces ver que los ciudadanos no asisten a las urnas los días de elección. Las pocas personas que van a cumplir con su “deber cívico” a menudo son las que tiene móviles poco patrióticos como apoyar a un pariente con la esperanza de que se acuerde de ellos en caso de que gane … »

¿Hay que considerar por ello que la elección democrática es irremediablemente inadaptada para los países del Sur? Pocos llegan a pensarlo. Pero queda cada vez más claro, en cambio, que la elección necesita de una apropiación que, más allá del registro meramente técnico, se inscriba en las mentes y en las representaciones; y sobre todo está claro que no podría ser la única fuente de legitimidad del poder. La articulación con las formas tradicionales de legitimidad aparece entonces como esencial.

Segundo tipo de proceso constructor de legitimidad: el modo “tradicional” de designación de los dirigentes. Por una comprensible necesidad de ruptura, la política de cooperación francesa ha ignorado con frecuencia, a lo largo de casi medio siglo, lo que los administradores de las colonias francesas de ultramar en la época de la colonia (y los responsables del apartheid en Sudáfrica) aprovecharon tan estratégicamente anteriormente: la existencia de facto de una jefatura tradicional fuerte en las ciudades y los poblados africanos. En la actualidad, el enfoque “gobernanza” incita a tomar nuevamente en consideración esta realidad política, cultural y sociológica, no desde una óptica de manipulación sino, al contrario, en virtud de un principio de realidad y de la búsqueda de sinergias en el ejercicio de los poderes. Aun cuando es poco frecuente encontrar autoridades tradicionales dotadas de un estatus oficial en el plano nacional, hay que reconocer su presencia activa en el funcionamiento organizado de la vida local (por ejemplo, de los Andes a África del Sur, en las cooperativas o las organizaciones campesinas).

Pero este enfoque implica tomar ciertos recaudos. El concepto de tradición no está exento de múltiples ambigüedades y manipulaciones. Cuando nuestros colegas del coloquio de Bamako, con el fin de repensar la gobernanza en África, emprendieron la tarea de buscar los valores y las experiencias de la tradición precolonial en términos de modos de regulación política y designación de dirigentes, encontraron por supuesto una serie de principios de gobernanza que todavía son válidos, particularmente en materia de resolución de conflictos. Pero también señalaron el riesgo de caer en el angelismo, en la reescritura selectiva de la Historia, en una asimilación apresurada de la tradición a todo lo que no sea modernidad occidental. No por ello dejaron de afirmar la necesidad de encontrar los caminos de una complementariedad entre las lógicas, las estructuras de poder local, las realidades surgidas de su Historia y las reglas correspondientes a los dispositivos constitucionales. Esto se lograría mediante la búsqueda de un pluralismo jurídico que permita aceptar mejor, por ejemplo en el ámbito de la tenencia de la tierra o en el del derecho de la familia, la coexistencia de un derecho consuetudinario y de un derecho denominado “moderno”; mediante procesos constitucionales “participativos” como el que experimentó Sudáfrica, integrando en varios niveles autoridades tradicionales en los dispositivos legales, o como los procesos constituyentes en Ecuador o en Bolivia, países donde la presencia de modos de regulación tradicionales andinos todavía es fuerte. El IRG intenta seguir de cerca estos procesos en los cuales, a través de las “mesas de concertación”, los representantes de las minorías y de los poderes tradicionales se unen a los representantes electos del pueblo para aportar propuestas a la asamblea constituyente.

Tercer proceso creador de legitimidad, observable en muchos países africanos o latinoamericanos: el proceso de resolución (pacífica o no, sancionable o no) de conflictos. Pudimos constatar en estos países que hay grupos que habiendo sobrevivido a una dictadura, una opresión o una ocupación colonial construyeron, a través de su lucha y de años de resistencia o militancia, una legitimidad a menudo reforzada por el carisma de sus dirigentes, que no precisó necesariamente del veredicto de las urnas para imponerse. Si hay elecciones después de su llegada al poder, generalmente ya están jugadas por adelantado y refuerzan el peso aplastante, incluso en régimen multipartidista, del partido denominado de “liberación” o del partido surgido de la lucha contra la dictadura. El caso más patente es por supuesto el del ANC en Sudáfrica. Eventualmente opuesta a las otras formas de legitimidad, ésta, histórica e ideológica, puede mantener una amplia adhesión a lo largo del tiempo, particularmente por la actitud de líderes que, en las campañas electorales, no dejan de referirse a su pasado de sacrificio y de combate.

La cuestión del proceso de construcción de legitimidad a partir de una lucha también debe ser tomada en cuenta por las instancias de cooperación en el caso de países donde los conflictos no han sido resueltos. Desde esa óptica, Colombia (donde el IRG está implantado desde hace poco tiempo) presenta desafíos singularmente complejos en materia de legitimidad. Nuestra colaboradora Ingrid Bolivar6, de la Universidad de Los Andes, muestra allí, en particular, la coexistencia de varias formas de legitimidad: las “legitimidades institucionalizadas” que conciernen a instituciones democráticas y legales y las “legitimidades de los actores armados”, que resultan de las formas de regulación política que ejercen los paramilitares o la guerrilla en algunas regiones del país.

El último factor de legitimidad que puede tomarse en cuenta en las políticas de cooperación desde un nuevo enfoque “gobernanza” es la capacidad del Estado para cumplir con su papel y para generar confianza. Muchos de quienes utilizan la palabra “gobernanza” tienden a considerar –posición que no compartimos- que el futuro consiste en que la sociedad civil y algunas empresas sustituyan una gran parte de las funciones del Estado que se ha convertido en parásito e incapaz de cumplir con su misión de servicio público en condiciones satisfactorias. Podemos pensar por el contrario que, para que la dinámica multiactores de la gobernanza funcione, cada uno de esos actores deberá ser sólido, eficiente y digno de confianza.

El tema de la confianza en el Estado como elemento de gobernanza es uno de los actuales ejes de investigación del IRG7, que plantea tres interrogantes básicos: en primer lugar, ¿qué es lo que determina el mayor o menor grado de confianza en el Estado?: ¿la eficiencia en el suministro de servicios públicos? ¿la transparencia? ¿la pertinencia de los discursos y de la acción gubernamental con respecto a las realidades locales? ¿la mayor o menor proximidad entre los ciudadanos y los poderes públicos y el espacio dedicado al diálogo y la participación? En segundo lugar, ¿cómo se mide la confianza, con qué indicadores? En tercer lugar, ¿cuáles son las condiciones para la restauración de la confianza en el Estado y quién puede reestablecerla? El Estado mismo, por supuesto, a través de una reforma de sus métodos que permita ganar eficiencia, pertinencia y responsabilidad, pero también las estructuras de formación académica en asuntos públicos8, los ciudadanos mismos9 y, por último, los participantes exteriores como los servicios de cooperación de los países del Norte o los organismos internacionales. Según el mayor o menor crédito que estos organismos otorguen a los Estados de los países ayudados pueden influenciar de manera decisiva en su credibilidad pública. Si bien el enfoque “gobernanza” de las políticas de cooperación presta más atención que en el pasado a las sociedades civiles de los países cooperantes, no por ello implica, tal como lo veremos ahora, el debilitamiento de los actores públicos.

La pluralidad de las formas de la sociedad civil y su ambiguo papel en la promoción de una gobernanza democrática

Una de las dimensiones fundamentales del enfoque “gobernanza” en las políticas de desarrollo es el carácter denominado “pluriactores” de la elaboración y la gestión de los asuntos públicos: se trata particularmente de conceder un nuevo espacio a los actores no estatales, tales como las organizaciones de la sociedad civil (ONGs, movimientos sociales, sindicatos, etc.), a las empresas, etc. Sin embargo, la identificación a priori de esos actores no estatales y la definición de su papel en relación con los poderes públicos presenta enormes desafíos cuando el modelo de “gobernanza democrática” intenta ser exportado fuera de los caminos occidentales. Analicemos más de cerca esos desafíos a partir del caso de las políticas de promoción de las “sociedades civiles” del Sur.

Primera pregunta: ¿por qué apoyar a las sociedades civiles? Dos respuestas muy distintas, y pocas veces diferenciadas, se enfrentan, y de ellas se derivan lógicas de apoyo a la sociedad muy diferentes.

Como caballos de Troya, las organizaciones de la sociedad civil pueden ser consideradas en primera instancia como instrumentos al servicio de una apertura de los espacios políticos de los países beneficiarios. De hecho, muchos proveedores de fondos internacionales orientaron así gran parte de los fondos destinados a los programas de “gobernanza democrática” hacia esas organizaciones. El postulado de partida es el de una sociedad civil que sería, por naturaleza, factor de democratización. “Una estrecha cooperación con la sociedad civil y su fortalecimiento son indispensables para garantizar la más amplia participación posible de todos los sectores de la sociedad con el fin de crear las condiciones […] para el fortalecimiento del tejido democrático de la sociedad”, afirma la Comisión Europea en un comunicado al Parlamento en el año 200010. La sociedad civil asume entonces un rol de “protesta” que permite la apertura política de regímenes poco democráticos. Se la ubica así en el legado de una historia bien específica, iniciada particularmente con el nacimiento de los movimientos de liberación de Europa del Este a fines de los años ’80 y luego en algunos regímenes autoritarios de África subsahariana y de América Latina. Según el informe realizado por Freedom House en 200511, el papel de resistencia de las organizaciones de la sociedad civil puede así considerarse como central en 50 de los 67 países que conocieron una transición democrática en el transcurso de los últimos años.

Pero “la opción sociedad civil” de los proveedores de fondos no se inscribe únicamente dentro de esta perspectiva política. Las organizaciones de la sociedad civil también son percibidas como una red de seguridad socioeconómica necesaria para acompañar los ajustes estructurales que debilitan al Estado en sus funciones de redistribución. Los programas de ajuste estructural son acompañados, en la mayoría de los países del Sur, por un movimiento de delegación por parte del Estado de algunas de sus responsabilidades a los actores de la sociedad civil. Se le abren así ámbitos reservados anteriormente a la administración, particularmente en el sector de la construcción y la gestión de infraestructuras colectivas. Así por ejemplo, Egipto, país modelo del género en términos de multiplicación del sector asociativo, entabla a partir de fines de los ’80 un profundo movimiento de reforma de su sistema de salud, en colaboración con el Banco Mundial y el FMI, mediante el cual el Estado se desprende de una gran parte de sus gastos en ese ámbito. En efecto, el Banco Mundial, poco implicado hasta los años ’80 en el sector de la salud, opera con su informe de 1987 Financing Health Services in Developing Countries – An agenda for Reform12 una gran ofensiva en materia de liberalización del sector. En algunos años se instaura un programa de cooperación multilateral que involucra al mismo tiempo al Banco Mundial, a USAID y a la Unión Europea junto al gobierno egipcio, en un proyecto de reforma de la totalidad del sistema de salud de ese país. Dicho programa de reforma inaugura la implementación de una forma de relación directa entre los organismos internacionales involucrados y las ONGs que actúan localmente en territorio egipcio en el ámbito de la salud. A pesar de las reticencias del gobierno para renunciar a su papel de intermediario entre sus ONGs locales y la comunidad internacional, esta última hace hincapié en el impacto fundamental de las organizaciones de la sociedad civil sobre las comunidades de base, a menudo excluidas de los servicios sociales públicos.

La tendencia compartida por muchos proveedores de fondos es la de acercar muy estrechamente estas dos lógicas: por un lado, la de la promoción de una gobernanza democrática y de una apertura de los espacios políticos en el Sur; por otro lado, la del arreglo socioeconómico necesario para acompañar políticas de ajuste estructural. El principal argumento de este acercamiento es que la promoción de la democracia no es un ámbito exclusivo de las organizaciones de lobbying, sino que se aplica también a un gran número de organizaciones activas en el suministro de servicios sociales. Estas últimas representan muy a menudo un poder de control de las actividades del Estado en los sectores dentro de los cuales actúan. Cuanto más densa y activa es la red de asociaciones presentes en un sector específico, más capacidad tiene para enmarcar y supervisar la acción del Estado y también para movilizar fuerzas de resistencia para cuestionar sus abusos. De manera más general, incluso a través de su función de proveedores de servicio público, las organizaciones de la sociedad civil pueden aparecer como formas nuevas de espacios públicos que permitan a los ciudadanos comprometerse más con la vida pública.

No obstante ello, la identificación de los actores más pertinentes y sobre todo, más legítimos en el campo social, aquéllos capaces de aportar a las poblaciones servicios adaptados y respuestas locales, no coincide a veces con su carácter “democrático”. Ya sea porque esos actores están bajo la tutela del Estado y son entonces poco aptos para operar una dinámica de apertura del espacio político: las grandes « GONGOs » (Government oriented NGOs) chinas, por ejemplo, activas en el campo del suministro de servicios sociales aportan, tal como ha podido constatar el IRG a partir del estudio del amplio proyecto “Esperanza”, una contribución esencial al conjunto del equilibrio socioeconómico de la China13. Ya sea porque su ambición no coincide con los objetivos de una gobernanza democrática: en el mundo arabomusulmán las redes de suministro de servicios sociales muy a menudo están estrechamente vinculadas con actores religiosos, tanto moderados como radicales: operadores locales que son a la vez ineludibles y beneficiarios de una fuerte legitimidad dentro de esos países. Para llevar el análisis hasta un extremo un poco provocador podemos considerar que el Hezbollah y el Hamas son en parte redes que coordinan el suministro de servicios a las poblaciones, actividad cuyo objetivo es por cierto garantizar a nivel local la legitimidad de su accionar terrorista. La acción social de una nebulosa de ONGs muy implantadas en barrios abandonados por los servicios del Estado garantiza así una fuerte legitimidad popular a esas redes, cuya contribución al fortalecimiento de una gobernanza democrática puede obviamente ser puesta en tela de juicio…

Es necesario entonces pensar de otra manera, dentro de las políticas de ayuda al desarrollo, el perfil de una “sociedad civil” que pueda ser la herramienta de promoción de una gobernanza democrática, basándose en las funciones de la sociedad civil más que en su forma institucional. El enfoque occidental clásico de la sociedad civil se basa en la exigencia de una despersonalización de las relaciones sociales, rechazando de hecho la intervención de cualquier lazo de herencia o de cualquier forma de solidaridad tradicional en la formación de una sociedad civil. Elude toda una parte de las redes de solidaridades locales que actúan en dirección de un acercamiento de los individuos y de la autoridad y que representa una forma de democratización de la escala local. Es por ello que Sabine Freizer14 propone ampliar la noción de sociedad civil, definiéndola precisamente a través de su “función democrática” como un conjunto de actividades formales o informales de grupos que ponen en contacto a los individuos, generan confianza mutua y facilitan un intercambio de puntos de vista sobre las problemáticas del debate público. Esta definición engloba particularmente a los lazos comunitarios tradicionales como una fuerza central de la dinámica de la sociedad civil.

El desafío radica entonces, para los actores de la cooperación internacional, en llegar a identificar esas funciones tanto dentro de ONGs recientes, más volcadas hacia la comunidad internacional, más adaptadas a su discurso, pero a menudo menos legítimas en su terreno de acción, como dentro de redes locales más tradicionales que a menudo tienen dificultades para traducir sus acciones al lenguaje institucional de la “gobernanza democrática”. Ahora bien, la realidad de terreno sigue siendo con frecuencia la de una torpe yuxtaposición de esos dos perfiles de actores. Bangladesh, país emblemático de la explosión del “fenómeno ONGs” en el transcurso de las últimas décadas, ilustra perfectamente esa dificultad para articular esa nueva “sociedad civil” con la existencia de formas de solidaridades tradicionales estructuradas, especialmente dentro de las comunidades de poblados (las Palli Mangal Samitis), actores indiscutibles de la implementación de una verdadera cultura democrática.

El redescubrimiento de lo “local”: ¿nuevo Edén de la gobernanza?

La promoción de un enfoque “gobernanza” en las políticas de cooperación se acompaña, por último, de una pesada tendencia hacia el retorno hacia los actores y las instituciones locales. Dicha tendencia se refleja a menudo en el apoyo a las políticas de descentralización y el apoyo al fortalecimiento de las colectividades locales, y es reforzada actualmente por la acción de las diásporas, generalmente en relación directa con sus localidades de origen.

Si el ministerio francés de Asuntos Exteriores y Europeos organiza, en este comienzo de 2008, una consulta a los actores de la cooperación activos a nivel local con el fin de elaborar una “Carta francesa de la cooperación en materia de gobernanza local” es porque el retorno hacia lo local es portador de complejos desafíos. Muchos actores responden a esos desafíos mediante una simple transferencia, formal, de las competencias y de los poderes, sin plantear realmente la cuestión de las funciones y de los límites de la escala local. Ahora bien, nosotros pensamos que una verdadera gobernanza democrática debe pasar por una inversión de la comprensión de la noción de territorio, el cual dejaría de ser un simple escalón al que se atribuyen competencias específicas y exclusivas para pasar a ser, en cambio, el escalón de base de la construcción de las políticas públicas.

Una vez más, ¿cuáles son las motivaciones, tanto económicas como políticas, de un movimiento de esta índole de retorno hacia lo local?

Los efectos perversos de la centralización son denunciados frecuentemente como factor paralizante de la actividad económica y como obstáculo para el diálogo entre quienes colaboran con el Estado en la producción y el acceso a los servicios públicos. Como la gestión de los recursos escasos está de hecho muy territorializada, se impone un enfoque más local de la regulación puesto que esto permite mejorar su eficacia. El mejoramiento del acceso de las poblaciones a los servicios básicos aparece así para muchos actores de la cooperación como el indicador más pertinente del éxito de esa “transferencia territorial”. De manera más general, la promoción de una gobernanza local es percibida como una respuesta parcial al disfuncionamiento de la administración pública y como un medio para que los proyectos de desarrollo se liberen de la pesada burocracia central.

Paralelamente a ese argumento “de eficacia”, el nivel local aparece también, y sobre todo, como una respuesta política frente a la crisis de la representación que caracteriza a muchos de los países del Sur y frente al creciente alejamiento entre el Estado y el ciudadano. La descentralización es percibida, en efecto, como una herramienta de facilitación de una “democracia local” que permite promover las prácticas de concertación y de deliberación públicas entre los ciudadanos y garantizar la existencia de un diálogo con actores situados tradicionalmente al margen del espacio público.

Estos argumentos no impiden que haya una pesada resistencia al verdadero reconocimiento del papel del territorio y a su fortalecimiento, no sólo por parte de los Estados beneficiarios sino también por parte de los actores de la cooperación del Norte.

Un foro electrónico recientemente organizado por el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), con el apoyo del IRG que efectuó la síntesis del mismo, reunió las contribuciones de una gran parte de los programas de apoyo a los procesos de descentralización coordinados por sus oficinas nacionales y regionales. Una de las principales conclusiones a las que se llegó fue obviamente la dificultad para que los fondos de la cooperación, ampliamente controlados todavía por los gobiernos centrales, salieran de las capitales. Para los países que reciben la ayuda, la escala local aparece todavía con demasiada frecuencia como el símbolo de la fuga de una parte de los recursos asignados, pero también como un peligro de potencial competencia política, a nivel local, capaz de debilitar la legitimidad del nivel central.

Pero una resistencia similar frente a la implementación de una verdadera “transición territorial” también se manifiesta, de otra forma, en los actores del Norte, los mismos que participan de la promoción de la gobernanza local. Esto remite esencialmente a una escasa comprensión de lo que está en juego en el nivel local. Pierre Calame, en su libro La Démocratie en miettes (Reinventar la democracia) 15 denuncia una especie de “marginalización de lo local”, que sigue representando en las mentalidades un simple espacio de acción concreta, que sigue siendo percibido como “el espacio de los pobres”, garante del orden tradicional y no como un espacio de integración en una economía mundializada ni como palanca de modernización de las sociedades. En consecuencia, hay una gran zanja que separa la concepción de la descentralización como una simple implementación de una transferencia formal de competencias hacia el nivel local (planteando esencialmente la cuestión de la escala administrativa más adecuada para cada tipo de competencia – empleo, educación, salud, etc.) y la afirmación de un verdadero enfoque “territorial” que, por su parte, va más allá de la dinámica de descentralización administrativa. Se trata entonces una vez más de superar en este caso la preocupación por la formalización administrativa de la gobernanza local para acercarse a la realidad de las funciones mismas de los territorios.

La devolución puramente formal de los poderes hacia el nivel local no garantiza a priori, por ejemplo, la inclusión de las poblaciones marginalizadas en el espacio público. Los operadores locales demuestran que, por el contrario, los procesos de descentralización van muchas veces acompañados de un fortalecimiento de las élites locales y hacen que una minoría confisque la voz de las poblaciones, minoría que es de facto el interlocutor privilegiado de los poderes públicos. Uno de los síntomas de ese déficit democrático local es el de la inadecuación de espacios de concertación locales formalmente creados por el gobierno central durante el proceso de descentralización y muy pobremente apropiados y asimilados por las poblaciones locales. El proceso de promoción de una gobernanza local debe entonces estar acompañado por la creación o el fortalecimiento de nuevas herramientas que permitan que los actores locales asuman esas funciones: herramientas interactivas de información al servicio de las poblaciones, que permitan al mismo tiempo el acceso a la información pública y la evaluación de las políticas en curso, sistemas de capacitación adaptados a las nuevas funciones asumidas por las autoridades locales, etc. En la actualidad existen experiencias innovadoras de auditoría popular, de guías de evaluaciones públicas, de herramientas de internet al servicio de la información ciudadana, etc., que merecen ser conocidas y analizadas para enriquecer los programas existentes.

Por otra parte, la afirmación de una visión más territorializada del desarrollo lleva a considerar de otra manera el tema de los recursos financieros locales. La falta de voluntad política de los gobiernos centrales frente a la transferencia de una parte de los recursos de la ayuda internacional hacia el nivel local es un gran desafío, pero no debería ocultar la necesidad de fortalecer las capacidades de movilización de los recursos locales. En efecto, éstos aparecen al mismo tiempo como herramientas de financiamiento del desarrollo y como herramientas de fortalecimiento de la “accountability” de los gobiernos locales para con sus ciudadanos. Es esencial un enfoque a partir de los recursos locales para evitar que las jóvenes comunidades territoriales, en el momento de su emancipación de la tutela de un Estado poco legítimo, se encuentren totalmente dependientes de la ayuda internacional que les permitió fortalecerse.

De manera más general, lo local no puede entonces ser considerado como una simple herramienta al servicio de un modelo de gobernanza formalizado, elaborado desde el exterior, con el riesgo de convertirse en una nueva caparazón institucional incapaz de responder a los desafíos que pretende afrontar. Hay que partir de las realidades concretas del territorio, de la especificidad de las interacciones que allí se construyen para definir los modos de gobernanza más aptos para dar a luz estrategias de desarrollo adecuadas y coherentes.

Sin duda alguna estas pocas páginas nos llevaron a tomar distancia con respecto a un enfoque puramente institucional de la gobernanza, con el fin de considerar esa noción antes que nada partiendo de la realidad de los territorios, de las escalas locales donde se expresa la diversidad de las necesidades y de las lógicas de las poblaciones. En consecuencia, ¿sólo hay que ver el mundo a partir de los poblados, los barrios o las cuencas de empleo? Muy por el contrario. El surgimiento de redes internacionales de colectividades locales, y también de ONGs, de investigadores, de juristas, de agrupaciones profesionales, etc., nos demuestra que el ida y vuelta permanente entre los niveles de acción y de comprensión de las sociedades es lo que construye una gobernanza verdaderamente eficaz.

Notas de pie de página

1: Principales organizaciones regionales e internacionales que organizan Misiones de Observación Electoral: ONU (Organización de las Naciones Unidas), OSCE (Organización para la seguridad y la cooperación en Europa) ; la Unión Africana, la OEA (Organización de los Estados Americanos), la ASEAN (Association of Southeast Asian Nations)

2: Principales ONGs internacionales que realizan misiones de observación electoral: Fondation Carter, NDI (National Democratic Institute), IRI (International Republican Institute)

3: Meisel, Nicolas, Ould Aoudia, Jacques, « La « bonne gouvernance » est-elle une bonne stratégie de développement ? » Documento de trabajo interno.

4: « Entre Tradition et Modernité, quelle gouvernance pour l’Afrique ? » Actas del coloquio de Bamako (23-25 de enero de 2007), IRG

5: Ibid

6: Bolivar, Ingrid, “La legitimidad de los actores armados en Colombia, septiembre del 2006”, Colombia, nota de análisis, en www.institut-gouvernance.org

7: En el marco de una colaboración internacional con el Ash Institute de la Kennedy School of Government de Harvard y la universidad británica de Warwick.

8: El IRG construye actualmente junto al Institut des Hautes Etudes en Administration publique de Lausanne (IDHEAP) y a otros múltiples colaboradores universitarios un “Observatorio de las capacitaciones en asuntos públicos”, cuyo sitio web estará próximamente abierto al público, accesible a través del sitio del IRG www.institut-gouvernance.org.

9: Ver por ejemplo las campañas realizadas en 2005 por asociaciones de jóvenes en los suburbios de las grandes ciudades francesas para incitar a una participación más masiva en los escrutinios electorales.

10: Comisión Europea, La politique de développement de la Communauté européenne, informe de la comisión al consejo y al parlamento europeo, COM2000(212) final, 26/04/2000, Bruselas.

11: Freedom House, How Freedom is Won: from civic resistance to durable democracy, Special report, Mayo de 2005.

12: Banco Mundial, 1987

 

13: Actas del seminario “La gouvernance des ONG et leur rôle dans la co-production du service public », IRG, Febrero de 2008

14: Sabine Freizer , Central Asian fragmented civil society – Communal and neoliberal forms in Tadjikistan and Uzbekistan in Exploring civil society, political and cultural context, ed. by Marlies Glasius, David Lewis and Hakan Seckinelgin, Routledge, 2004

15: Calame, Pierre. La démocratie en miettes. Pour une révolution de la gouvernance. Paris, Éditions Charles Léopold Mayer / Descartes et Cie, 2003

 

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