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Análisis

Gobernabilidad con capital social

Dos casos de usos políticos e intelectuales del conocimiento

Por Alfredo Joignant

2 de marzo de 2009

En América Latina se observa un uso recurrente de las nociones de gobernabilidad y capital social, a menudo confundido con las nociones vecinas de « buen gobierno » y de « gobernanza ». El trabajo se propone aclarar algunos de los usos de las nociones de gobernabilidad y de capital social, enfatizando lo que parece ser un programa de estabilidad política y social de las democracias del continente, cada vez más amparado y avalado por instituciones financieras internacionales tales como el BID y el Banco Mundial.

Contenido

Cada cierto tiempo, en el vocabulario académico o científico irrumpen con inusitada virulencia términos, palabras y categorías que terminan por copar el lenguaje. Sin embargo, mucho menos frecuente es el caso de la aparición casi simultánea de términos socialmente eficaces en el espacio ilustrado de las ideas profesionales (academia, edición, universidades, etc.) y en la esfera pública más amplia de los medios de comunicación o de los agentes especializados en la divulgación de ideas complejas (comentaristas y analistas cuya producción está destinada al gran público). Es en esta última clase de éxito social que se inscriben las categorías, hoy en día demasiado familiares, de “gobernabilidad” y “capital social”, a través del impulso a veces olvidado de agencias públicas y privadas poderosas, cuya eficacia es prolongada por instituciones políticas, eventualmente presidenciales. La difusión, masificación e instalación (en tanto categoría de uso inevitable para pensar el destino de comunidades, sociedades y países enteros) de la “gobernabilidad” (un antiguo término recientemente rescatado, como bien lo recuerda Kazancigil (2002) expresa la primera modalidad de éxito, en este caso a través del Banco Mundial, el cual acaba incluso por operacionalizar la noción en la elaboración de proyectos y en la concesión de préstamos a países. En cuanto al “capital social”, éste no se inscribe ni en la lógica del descubrimiento, ni menos en la del invento, sino en la de la reapropiación de un término previamente empleado por sociólogos como Coleman (1990) y Granovetter (1974), así como por Bourdieu (1979; 1994), aunque en este último caso en un sentido muy diferente. El original trabajo de Putnam (1993) sobre los gobiernos regionales italianos operacionaliza esta noción, produciendo un rápido interés, así como una prolongada controversia en la comunidad científica norteamericana. Sin embargo, el éxito de la categoría ha dependido ampliamente de su recepción política y mediática.

El estudio preciso del éxito de cada una de estas dos categorías permitiría sin duda identificar los intereses y los beneficios asociados a su recepción y aceptación en una comunidad restringida (el campo universitario, el campo político), y su generalización en públicos más masivos. De allí el interés de hacer la historia social de las palabras, de sus usos intelectuales y de sus empleos políticos. En este caso, sin embargo, se trataría de una historia global de las categorías implicadas, en tanto involucra modalidades de producción y difusión en la que participan agentes y agencias de países centrales y de regiones enteras. Una parte de esa historia se encuentra narrada en una reciente contribución de Kazancigil (2002), pero aún quedaría por hacer el estudio de las distintas modalidades locales de adopción.

Lo que nos interesará de ahora en adelante es el rendimiento intelectual y político de estas dos categorías. Es así como interrogaremos las ventajas, los límites y las aporías de la “gobernabilidad” y del “capital social”, a través de un trabajo de deconstrucción de sus usos intelectuales y de sus aplicaciones políticas (en el sentido de ser empleados para la satisfacción de ciertos intereses) en el tratamiento de los asuntos de gobierno.

Es importante sin embargo dejar claramente establecida la diferencia entre la noción de “gobernabilidad” y la categoría de “gobernanza”, cuya vecindad semántica puede inducir en error. Es así como lo que se señala en ambas nociones son reglas del juego, las que a su vez sirven de arquitectura institucional para la acción de los actores (comúnmente definidos como “estratégicos”) en el marco de los sistemas de interacción que ellos conforman. La diferencia radica en la dimensión multi-nivel del problema, más agregado en el caso de la noción de “gobernabilidad”, y por tanto más desagregado en el caso de la categoría de “gobernanza”. Es a eso a lo que se refiere Prats al intentar diferencias ambas nociones, cuando este autor señala: “si entendemos por gobernanza la interacción entre actores estratégicos causada por la arquitectura institucional, entonces la gobernabilidad debe entenderse como la capacidad que dicha interacción proporciona al sistema político para reforzarse a sí mismo” (Prats, 2003, p.245), concluyendo que “la gobernabilidad responde a un equilibrio, no siempre rígido, sino cambiante, donde los actores pueden cambiar las reglas del juego a través de su interacción estratégica” (Prats, 2003, p.246).

Así entendida, la noción de “gobernabilidad” puede resultar útil para dar cuenta de los problemas que se pueden producir, a nivel de la gobernanza transfronteriza, en los sistemas políticos de dos o más países. En efecto, pudiendo existir un problema o un denominador común (pongamos por caso una misma etnia, o una misma lengua) entre dos o más países, el tratamiento nacional que los respectivos sistemas políticos le confieren puede diferir de una frontera a otra: modos diferentes de integración, instituciones distintas. La noción de gobernabilidad puede entonces ayudar a identificar las presiones que experimentan distintos sistemas políticos sobre un mismo problema, y a sugerir reglas del juego más armónicas en ese nivel.

Génesis y usos originarios

de la noción de “gobernabilidad”

Si bien es en el filósofo francés Michel Foucault (1997) en quien recae el mérito de haber redescubierto, y dotado de nuevos significados a este antiguo término (junto a los de “gouvernementalité” y de “gouvernance”), son los grandes bancos internacionales, y muy especialmente el Banco Mundial, quienes se encuentran en el origen del aggiornamento y difusión de la “gobernabilidad”. Es, en efecto, a propósito de los dilemas del desarrollo en África que el Banco Mundial acuña a partir de 1989 la expresión de “crisis de gobernabilidad”, y tras él el PNUD y el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE. Poco después, este juicio autorizado es operacionalizado a partir de parámetros objetivos, cuya definición se inspira en categorías, lenguajes y herramientas provenientes de las ciencias económicas: “transparencia, accountability, lucha contra la corrupción, respeto de las reglas del derecho y de los derechos humanos, retraimiento del Estado, descentralización y equilibrio presupuestario gracias a la reducción del gasto público” (Kazancigil, 2002, p.123); esto es, un conjunto de principios y recetas cuya centralidad y celebridad se objetivan en un nombre, el “Consenso de Washington”.

No puede entonces sorprender que Kazancigil detecte un evidente parentesco entre la gobernabilidad y el mercado, en la medida en que las categorías y las herramientas que rigen el funcionamiento del uno y del otro son a la vez instrumentos destinados a pensar y a justificar una cierta definición del orden. Ciertamente, no es posible desconocer que en las ciencias económicas modernas, y muy especialmente en la economía neo-clásica en la cual se inspiran las definiciones dominantes de la gobernabilidad, subyace una arquitectura que conjuga una dimensión paradigmática (problemas teóricos, supuestos, premisas y axiomas), un andamiaje conceptual (una clase particular de vocabulario especializado ajustado a las necesidades del paradigma) y un recetario de medidas y de políticas (policies). Dicho en otras palabras, en el trasfondo de la noción de “gobernabilidad” se encuentra un afán explicativo y normativo.

¿De qué modo las relaciones de poder son alteradas, y transformadas, a través de conocimientos especializados que fueron forjados para otros fines? A través de esta pregunta, es naturalmente la relación entre el saber y el poder la que se encuentra problematizada. Es precisamente porque en el origen del éxito social de la “gobernabilidad” se encuentran categorías dominantes de ciertas perspectivas de la economía, que es necesario desplegar un esfuerzo de deconstrucción sobre ellas. En tal sentido, la gobernabilidad entendida como categoría de análisis exige una historia intelectual, con todas las mutaciones de significados, reinventos y redescubrimientos que ella supuso. Pero esta misma categoría, esta vez entendida como dispositivo de poder (todos los autores coinciden en destacar como principal propiedad el constituir una forma de gobierno y de toma de decisiones), autoriza esta vez una historia política de la misma.

Al considerar el origen contemporáneo de la “gobernabilidad”, entendido como abanico de problemas que se originan y configuran como tales en las preocupaciones e intereses del Banco Mundial en un determinado momento del tiempo, y junto a él de los Estados Unidos con su propia agenda y prioridades de influencia mundial, es importante agregar la definición “pura y dura” (para retomar la expresión de Prats i Català, 2001, p.129) que se desprende de la razón económica de los grandes bancos internacionales. Precisamente porque lo que se encuentra involucrado es una racionalidad económica poblada por categorías específicas con el fin de pensar los problemas del desarrollo, es que la “gobernabilidad” hizo posible que su definición coincidiera con una meta y con un grupo: la eficiencia del grupo tecnocrático, cuya variante más interesante en la América Latina de los noventa es la emergencia de la figura del technopol (Una figura teorizada y, sobre todo, bien estudiada en Domínguez (1997)). Es importante entender que esta definición pura y dura de la gobernabilidad prácticamente no requiere de adjetivos, puesto que la meta racional construida en formato de cifras y gráficos admite un tratamiento en donde las pasiones y las necesidades son sometidas al predominio lógico del cálculo. Pero esta definición tecnocrática de la gobernabilidad, que coincide con la generalizada centralidad de los ministerios de hacienda y de los bancos (autónomos) centrales en Occidente en desmedro de las regiones políticas de los Estados, no elude la política, sino que se sirve de ella, en el marco de una hibridación entre recursos políticos y saberes “técnicos” que es tan propia del technopol contemporáneo. De no mediar esta hibridación entre “técnica” (la dimensión “tech”) y “política” (el aspecto “pol”) del technopol, entonces se estaría en presencia de todos los riesgos de la tecnocracia a secas: gobierno racional y confusión entre medios y fines.

De la gobernabilidad “pura y dura”

a la gobernabilidad “democrática”

El abrumador predominio de retóricas políticas, programas estatales y recetarios de las grandes instituciones financieras internacionales que abogan a favor de definiciones “participativas” de la gobernabilidad, podría hacer pensar que nos encontramos en presencia de otra gobernabilidad. El juicio optimista señalaría que la definición pura y dura habría quedado definitivamente atrás, transitando hacia modalidades de gobierno y de toma de decisiones en las que interactúan múltiples actores. Ciertamente, no todos los actores, sino los actores “estratégicos”. Pero, ¿qué es un actor estratégico? ¿cómo definirlo e identificarlo? Si bien el programa de investigación consistente en diseñar el “mapa de los actores estratégicos” (Prats i Català, 2001, p.121) se erige como una necesidad a la hora de constituir la gobernabilidad como objeto de investigación, su implementación permanece sujeta a las estrategias y a los problemas de análisis que se plantea el investigador.

Nominalmente, en el marco de tal o cual asunto de interés nacional o sectorial que implica la fijación de una posición, la determinación de una decisión y/o la implementación de una política pública, son innumerables los agentes susceptibles de ser convocados a un sistema de interacción en el que confluyen preferencias múltiples y naturalmente divergentes. Así, resulta evidente que la lista de actores teóricamente disponibles para participar de sistemas de interacción más o menos complejos (mesas de negociación o de concertación, estructuras informales o ad hoc de interrelación, redes, policy networks, etc.) es eventualmente infinita. Sin embargo, es la puesta en relación de actores múltiples con el fin de desembocar en decisiones legítimas previa coordinación de intereses y conductas, lo que conforma la gobernabilidad de un sector, de un territorio o de una sociedad. Al respecto, cabe señalar una vez más las dificultades del vecindario semántico, en este caso entre “gobernabilidad” y “gobernanza” (gouvernance), puesto que en este último caso, la investigación inspirada en la sociología de las organizaciones y de las redes pone el acento en “las formas horizontales de interacción entre actores, en las interdependencias, la autonomización de sectores y de redes en relación al Estado, en los procesos de coordinación de actores políticos y sociales, en las formas renovadas de negociación, en las restricciones e incitaciones” (Lascoumes y Le Galès, 2007, p.21): esto es en los mismos aspectos en los que se interesan los estudios sobre gobernabilidad, aunque en este caso con mayor énfasis en el rol articulador y coercitivo del Estado.

Suponiendo resuelta la pregunta de los actores estratégicos, permanece la interrogante acerca de las propiedades del sistema de interacción que estos agentes conforman. Es sabido que el tránsito desde una gobernabilidad pura y dura hacia otra de carácter nominalmente democrático, implica un esquema de cooperación horizontal entre los actores. Lo que algunos autores han llamado “gobernabilidad no jerárquica” (Kazancigil, 2002), suele traducirse en sitios cooperativos carentes de formas fijas y de formalidades conocidas, y reconocidas por todos. En tal sentido, los policy networks1, precisamente porque lo que los caracteriza es la “deformalización” (Papadopoulos, 2002, p.135), producen la creencia en la igualdad de los actores que participan de ellos. La cooperación, por consiguiente, vendría por añadidura en un espacio en el que confluyen actores estratégicos que se reconocen como tales, lo cual no significa desconocer la posibilidad cierta del conflicto (es lo que los economistas denominan cooperación “antagonista” o “conflictual”).

Sin embargo, vuelve a plantearse la pregunta acerca del estatus respectivo de los actores estratégicos. ¿Es pensable que todos estos actores dispongan por igual de información perfecta y perfectamente distribuida, o en su defecto y de modo más realista de información no sesgada acerca de lo que se encuentra en juego? ¿Resulta creíble concebir estos espacios cooperativos como lugares en los que confluyen actores que esgrimen competencias deliberativas equivalentes? Como bien lo muestran varios estudios recientes (especialmente Joignant, 2004; 2007), es una ilusión socialmente útil adherir a la creencia en competencias que se encontrarían equitativamente distribuidas en la población, incluso en aquella población de actores definidos como estratégicos. Es la tácita adopción de este verdadero comunismo cognitivo que explica lo peligroso que resulta renunciar, desde la perspectiva de la representación democrática, al mandato que define al representante en aras de acceder a mayores cuotas de horizontalidad y de igualdad, la cual sólo puede ser procedimental. No porque la horizontalidad no constituya un bien en sí misma, sino porque de no estar garantizadas relaciones simétricas entre actores, la multiplicación de policy networks y de espacios no formales puede terminar redundando en una verdadera privatización de la decisión pública.

No cabe duda que el programa clásico de la gobernabilidad pura y dura ha sido sustituido por otro de características más amables. En este sentido, resulta ser un real progreso constatar la presencia protagónica de la dimensión participativa de la gobernabilidad tanto en la retórica como en los programas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Sin embargo, lo que ha realmente sucedido es que la eficiencia y los valores referidos a logros económicos racionalmente definidos como deseables han sido civilizados –en el sentido de Elias2– en la forma de procesos (parciales e incompletos) de de-tecnocratización, a través de la importancia creciente que ocupan en ámbitos sectoriales la “sociedad civil” y la “participación ciudadana”. Para algunos autores, esta definición menos ruda de la gobernabilidad describe un progreso formal, pero a su vez delata una colonización de la participación democrática por parte de la razón tecnocrática.

Si esto es así en ámbitos sectoriales o en materias acotadas, ¿cómo coordinar actores múltiples, no siempre formalmente organizados, cuyo interés por bienes públicos es episódico e intermitente a partir de competencias muy desiguales a la hora de descifrar lo que se encuentra en juego? La teoría del capital social ha pretendido responder parcialmente a esta clase de preguntas, razón por la cual conviene detenerse en sus promesas y límites.

De la gobernabilidad amable a la gobernabilidad con capital social

Desde la publicación de Making Democracy Work. Civic Traditions in Modern Italy (Putnam, 1993), el éxito político e intelectual del concepto de “capital social” ha sido extraordinario. En el caso que nos ocupa, esta recepción también se aprecia en los programas de los grandes bancos internacionales (especialmente aquellos destinados a fomentar y a contribuir al desarrollo), en la retórica participativa de los Estados y en el propio diseño (a veces en la aplicación) de las políticas públicas.

El interés del trabajo de Putnam, en primer lugar sobre los gobiernos regionales (1993) y en seguida sobre la regresiva evolución del capital social en los Estados Unidos a partir de un vasto trabajo de medición de la confianza y la cooperación (2000), no merece dudas. Al interesarse en los dilemas de la modernización y en los misterios de las performances económicas exitosas, Putnam efectivamente detecta una correlación estadísticamente significativa entre asociatividad, civismo y desarrollo. Es así como la explicación del mayor desarrollo de las regiones del norte de Italia en relación a las del sur se inscribe en una perspectiva de historia de larga duración detectando dos “modelos de gobernabilidad”. El primero es el modelo de “autocracia feudal Normanda del sur”, en donde las relaciones políticas y sociales son profundamente verticales, mientras que el segundo –el del norte italiano– se expresa en una clase muy particular de “republicanismo comunal”, al estar marcado por la horizontalidad de los vínculos y una cooperación extendida. En Putnam, ambos modelos parecen descritos en términos antagónicos, tras un común denominador que a veces es olvidado: la producción del orden, exitosa en ambos casos. Casi se podría decir que el primer modelo de gobernabilidad corresponde al de la gobernabilidad pura y dura avant la lettre, mientras que el segundo prefigura la contemporánea gobernabilidad democrática, participativa y por tanto más amable. Es a partir de las particularidades del norte italiano que Putnam cree identificar un círculo virtuoso entre tradiciones participativas en forma de membresía a asociaciones, de horizontalidad en las relaciones sociales y de mayor desarrollo económico.

La pregunta que cabe entonces hacer es ¿cómo se origina y reproduce el capital social? ¿Está sujeto a procesos de obsolescencia o de desvalorización? Si la respuesta a esta última pregunta es positiva, ¿qué aspectos de la realidad se encuentran involucrados? ¿Los individuos, porque dejan de confiar y de cooperar entre sí? ¿Las instituciones, especialmente las más cívicas, porque la desconfianza que se cierne sobre ellas se expande hacia otras formas de actividad organizada, dando así lugar a supuestas crisis del “asociativismo”, de la “sociedad civil”, del “tercer sector”, etc.? En todas estas preguntas se encuentra la interrogante referida al modo de existencia del capital social, pero también a su obsolescencia. ¿En qué nivel medirlo, suponiendo que sabemos de qué estamos, exactamente, hablando? ¿A nivel individual? ¿En las interrelaciones entre agentes individuales e instituciones?

Son muchos los autores que han criticado la teoría y el concepto de capital social de Putnam a partir de esta clase de preguntas. Es así como, por ejemplo, Portes (1998, p.19) pone en evidencia la “lógica circular” del capital social, en el sentido en que al ser concebido como una “propiedad de las comunidades y de las naciones más que de los individuos, el capital social es simultáneamente una causa y un efecto”. Esta concepción tautológica se traduce, según Portes, en que sociedades fuertemente dotadas en capital social son productoras de niveles considerables de desarrollo económico en comparación con sociedades que exhiben débiles volúmenes de esta clase de recursos, sobre la base de una demostración que privilegia como punto de partida el efecto (la performance económica), para desde allí retrotraerse a una causa (la dotación en capital social). La dificultad con este tipo de estrategia de investigación es la completa ausencia de interrogación acerca de la génesis del capital social. Asimismo, la pregunta referida a los modos de reproducción del capital social también es eludida por Putnam. ¿Son pensables, posibles o simplemente verosímiles situaciones de deflación de capital social, y de qué modo? Ciertamente, el propio Putnam (2000) identifica esta situación a propósito de los Estados Unidos, pero sabemos poco acerca de la crisis de los modos de reproducción del capital social. Los indicadores proporcionados por el autor sobre el declive de la asociatividad son productores de una cierta representación del estado del capital social, pero en ningún caso proporcionan una explicación sobre los mecanismos individuales y colectivos involucrados, más allá del uso retórico del axioma “el capital va hacia el capital”.

Esta misma pregunta es formulada por Jackman y Miller (1998), encontrando dos respuestas contradictorias acerca de la génesis y formación del capital social. Es así como estos dos autores ven una constante oscilación en Putnam entre una concepción “exógena” del capital social (entendido como producto duradero de las normas culturales) y un enfoque “endógeno” (el cual explica la formación y reproducción de esta clase de capital como resultado de “los arreglos sociales y políticos” a los que desembocan los actores). Mientras que en la primera concepción el capital social termina confundiéndose con una vaga definición de la “cultura”, en la segunda se encuentra sometido a los constantes vaivenes de los arreglos a los que llegan los actores, lo cual redunda en una fuerte inestabilidad del capital social. A final de cuentas, lo que Putnam obtiene según Jackman y Miller es un “argumento incoherente”, lo que constituye una severa crítica a la teoría del capital social.

Si el valor del conjunto de acciones, prácticas y relaciones que se encuentran subsumidas por el vocablo de capital social es histórico y fluctuante, es decir variable, cabe entonces preguntarse qué es, exactamente, lo que varía. ¿Son los saberes de las personas? ¿Las culturas de los grupos sociales? ¿Las conexiones entre instituciones e individuos? Una vez más, a través de estas preguntas, se reitera la interrogante referida a los modos de existencia del capital social. ¿Se trata de modos individuales o colectivos de existencia? Retomando el modo escritural de conceptualización de los capitales de Bourdieu (1979; 1994), ¿el capital social se genera y reproduce a escala individual, esto es en forma incorporada, o permanece y se perpetúa en el tiempo de modo objetivado (en instituciones, tradiciones, memorias colectivas, etc.)? El trabajo de Putnam ofrece a este respecto escasas pistas de respuesta.

El capital social sólo puede existir simultáneamente de modo individual y colectivo. Cuando Putnam intenta demostrar (particularmente en Bowling Alone, 2000) la obsolescencia del capital social en los Estados Unidos, la pregunta que cabe hacerse es en cuál de estas dos modalidades de existencia ello ocurre. Precisando la pregunta: ¿qué es, exactamente, lo que recogen las mediciones, las estadísticas y los índices de prevalencia, o de obsolescencia, del capital social de Putnam? ¿El capital incorporado o el capital objetivado? De lo anterior se desprende una fuerte crítica al modelo de Putnam, sin que ello signifique opacar las cualidades políticas de la teoría, lo que Walters (2002) llama su “imaginación política”.

No es el fruto de la casualidad si el trabajo de Putnam fue particularmente bien recibido por aquella fracción de filósofos y teóricos políticos interesados por la deliberación y la participación democrática, así como por ese vasto contingente de sociólogos y cientistas políticos proclives a desplegar protocolos experimentales de investigación destinados a mejorar la democracia y a profundizarla (Por ejemplo, Fishkin (1991; 1995; 2005)). Como tampoco es un azar si Putnam integra en su modelo la teoría de la elección racional, esto es un conjunto de supuestos y premisas cuya coherencia está dada por la libertad de elección del actor individual entre distintas alternativas o cursos de acción, con lo cual queda definitivamente consagrado, junto a una estrategia de investigación, un valor político que no se encuentra muy alejado de las corrientes liberales. Así, lo que emerge es un verdadero tour de force, puesto que son convocados al unísono y sin ningún asomo de contradicción por una parte las escuelas republicanas (sobre la base del leitmotive del ciudadano interesado por los asuntos públicos y de su capacidad de asociarse con otros en pos del bien común), y por la otra las corrientes liberales que enfatizan el predominio de la libertad individual por sobre determinaciones de cualquier índole.

De lo anterior se sigue una definición de los actores según la cual resulta racional actuar de modo cooperativo, asociativo y cívico en función de los incentivos que se desprenden del contexto en el cual se encuentran inmersos. El tipo de gobernabilidad de dichos contextos sociales se describe casi naturalmente: ciudadanos que cooperan entre sí y que exhiben importantes niveles de participación en los asuntos de la comunidad “contactan a sus representantes mucho menos seguido, y cuando lo hacen, son más susceptibles de hablar de políticas (policy) que de patronazgo” (Putnam, 1993, p.101). Más profundamente, ciudadanos interesados por los asuntos de la comunidad pueden ser concebidos como agentes equivalentes, tanto entre sí como respecto de sus representantes. Casi se podría decir que el mundo según Putnam está hecho de ciudadanos que se gobiernan a sí mismos, al menos en las regiones italianas que él califica como “cívicas”, volviendo prácticamente redundante el gobierno formal. Emerge así una particular representación del poder político, el que al final de cuentas no se ancla en ninguna parte, en la medida en que se encuentra distribuido entre todos, y reproducido en cada una de las prácticas participativas y asociativas de ciudadanos virtuosos. En tales condiciones, es imposible no entender la rápida y entusiasta adopción de la teoría de Putnam por moros y cristianos, por gobernantes y gobernados, por derechas e izquierdas, aunque no siempre por las mismas razones.

Mientras en la derecha y en todas las vertientes del conservadurismo el poder político así redistribuido coincide con la pretensión de una forma de gobierno en donde el Estado se reduce a su mínima expresión, en la izquierda se cree ver en el modelo putnamiano la promesa del gobierno de todos y para todos. Al final del camino, el resultado es el mismo: la teoría del capital social tiende a erigirse en un verdadero proyecto político.

Conclusión: El capital social: ¿un recurso para la gobernabilidad transfronteriza?

Si las diferencias entre “gobernabilidad” y “gobernanza” se dirimen de acuerdo al punto de vista que el investigador adopta acerca del nivel (agregado o desagregado) de las reglas del juego a las que los actores estratégicos se ciñen, vale la pena preguntarse si no existe un denominador común entre los distintos niveles de análisis involucrados.

En tal sentido, la hipótesis que se desprende de las páginas precedentes es que el capital social podría ser aquel denominador común. En efecto, si el capital social se entiende como un conjunto de recursos sociales que son comunes a actores que habitan un mismo espacio o lugares vecinos, entonces las relaciones de confianza, cooperación y reciprocidad a las que la literatura alude podrían permitir mejor gobernar a dichos actores más allá de las diferencias de territorio o nacionalidad que los separan. Al tratarse por ejemplo de actores pertenecientes a una misma etnia, pero la que a su vez se encuentra disgregada en varios territorios nacionales, el cemento cultural que es común a estos actores debiese ser aprovechado a través de políticas de desarrollo de un capital social real o potencial. De ese modo, el capital social se puede tornar en recurso de integración de los actores aludidos, trascendiendo las fronteras entre Estados. Hay allí una real oportunidad que podría ser aprovechada, diseñando estrategias cooperativas a partir de los stocks pre-existentes de cultura común, por ejemplo solicitando la identidad étnica más que nacional, tradiciones o dialectos comunes. Sin embargo, es importante señalar que el capital social puede también generar efectos no deseados, e incluso perversos. En efecto, si el capital social puede desempeñar una función inclusiva e integradora entre los actores, éste a su vez también puede producir exclusiones, en este caso respecto de actores y grupos externos, y por tanto ajenos a esta clase de capital. Como bien lo prueba la literatura especializada en capital social referida a la mafia como instancia y lugar en donde predominan las relaciones de cooperación y confianza, fuera de ella las relaciones sociales se tornan excluyentes, en la medida en que la relación con agentes e individuos exteriores a la mafia se encuentra regida por la sospecha y la desconfianza. Esto quiere entoncers decir que el capital social entendido en primer lugar como confianza, es una construcción, la que puede ser más o menos difícil dependiendo del tipo de cierre (o al revés de apertura) con el mundo social circundante.

Es esta objetiva ambigüedad la que explica la seducción ejercida por la noción de capital social, pero también los riesgos asociados a la hora de generar gobernabilidad más allá de los límites de los grupos y actores involucrados.

Notas de pie de página

1: Entendidos como redes de “políticas” y de agentes especializados en su diseño.

2: La teoría de la civilización de Norbert Elias se refiere a la manera de cómo el comportamiento de las personas se transforma profundamente tras el impacto del proceso general de división del trabajo, la monetarización de la economía, el imperio de la técnica y la aparición del Estado. Si cabe hablar de transformación de la conducta, ello se debe a que los individuos entran en continuas relaciones sociales con otros, en el marco de una auto-contención del comportamiento: es a eso que Elias llama la “civilización” de la conducta.

 

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