essay

¿Es ilegítimo el sistema político colombiano?

La razón de ser del clientelismo y otras prácticas de la clase política en el contexto colombiano

By Fernán Gonzalez, Silvia Otero Bahamon

August 30, 2006

El concepto de gobernanza o “buen gobierno” ha sido normalmente asociado con la lucha contra las prácticas corruptas de los políticos tradicionales mediante el impulso a la transparencia en los asuntos públicos y la rendición de cuentas. Dentro de esta concepción, se mira al clientelismo como un conjunto de prácticas políticas que conspiran contra la gobernabilidad y la modernización de la administración pública. El resultado de esa mirada negativa es la deslegitimación de la clase política, que a veces se extiende a la actividad política en general para justificar propuestas de la llamada “antipolítica”. La presente ficha discute las sindicaciones de ilegitimidad del sistema político colombiano, mostrando que suponen una comparación con modelos abstractos de democracia, sacados de experiencias históricas distintas de la nuestra. Y contrasta ese tipo de modelos con las características del sistema político colombiano, que enmarcan las prácticas políticas descalificadas como clientelistas.

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1. Ideas difundidas sobre la ilegitimidad del sistema político colombiano

En Colombia se viene afirmando de forma generalizada que la clase política y el sistema de representación carecen de legitimidad. Entre otras razones, esta idea difundida se fundamenta en los altos índices de abstención electoral que superan el 50%, las conocidas prácticas corruptas y clientelistas de los políticos, la crisis de los partidos tradicionales y la ausencia de contenido programático entre los movimientos y partidos que acceden a las instancias de representación. Si bien todos estos “indicadores” contienen su parte de verdad, también es cierto que el sistema de representación y las instituciones democráticas en Colombia gozan de una amplia tradición y que el mandato de la clase política ha sido renovado asiduamente en las urnas por más de 150 años de historia electoral casi ininterrumpida. Este último factor, además de cuestionar la tan divulgada “ilegitimidad” del sistema político, da pie para repensar los supuestos y las pretensiones detrás del concepto de legitimidad.

Los principios básicos de las democracias modernas sostienen que los gobiernos legítimamente elegidos obtienen, por medio del consenso, el reconocimiento y la legitimidad que les permite ejercer la dominación sobre el territorio y sus habitantes. Por medio de la actividad electoral, las mayorías en la sociedad civil otorgan poder y autoridad a los gobernantes, que adquieren así legitimidad para gobernar. En esta óptica, un régimen político legítimo debe ser democrático 1 y apoyado por el consenso de la mayoría de la población: este apoyo es otorgado a los gobernantes por la adhesión libre de los individuos a los programas y proyectos que abanderan los primeros. Por último, la legitimidad del sistema político es una condición necesaria e imprescindible para que una sociedad sea gobernable; de otra forma, las autoridades no cuentan con el poder suficiente para hacer cumplir las leyes y los mandatos en el territorio.

Generalmente, al estudiar el proceso político colombiano a la luz de esos principios básicos de las democracias occidentales, se concluye que nuestras instituciones sufren toda suerte de anomalías e irregularidades. Sin embargo, el juicio anterior desconoce que los principios ideales de la democracia se derivan de un tipo particular de Estado, que es a su vez resultado de unos procesos específicos de integración y articulación de poblaciones y territorios. Por ese desconocimiento, muchas de las supuestas anomalías parten de una concepción de la política, que se la imagina como la construcción colectiva de un consenso, basado en la discusión libre de individuos racionales, bastante bien informados de los asuntos públicos, por encima de intereses individuales y particulares, sin lazos previos de solidaridad ni prejuicios ideológicos y religiosos, que condicionen sus opiniones. Por eso, vale entonces la pena comparar brevemente las características de la sociedad y el Estado colombianos con las sociedades y los Estados en abstracto.

En primer término, se dice que la clase política carece de legitimidad porque sus representantes no son elegidos por la adhesión libre a los programas que encarnan sino por las redes clientelistas que han construido. Esta crítica se refiere no tanto a la “ilegitimidad” del régimen sino al vínculo político concreto que existe entre los líderes nacionales, los líderes locales y regionales y sus bases sociales. De hecho, la afiliación política no suele ser impersonal y desinteresada, pues los sujetos se encuentran integrados en una serie de redes familiares y locales incluso más fuertes que las que los atan a la comunidad política del Estado nación. Así, figuras prestantes en lo local y regional suelen volverse los jefes políticos, y por consiguiente las relaciones de lealtad y reciprocidad pesan más en la afiliación a uno u otro partido, que la concordancia racional y desinteresada con una plataforma política. Además, desde los años tempranos de la República, la clase política perteneciente a los dos partidos tradicionales - liberal y conservador- ha desempeñado el rol de integrar territorios y grupos sociales a la nación. A través del ejercicio de la política, de las guerras civiles y del sectarismo, los partidos ayudaron a articular una nación allí donde estaban todavía ausentes las condiciones estructurales que le habían servido de base en las naciones centrales: no existía aún mercado nacional, ni vías de comunicación suficientes, ni abundancia de capital. En otras palabras, en muchas regiones del país y durante mucho tiempo, la afiliación a uno u otro partido, o a uno u otro jefe político ha provisto de mecanismos de identificación colectiva a los individuos con la vida política nacional, vinculándolos de alguna manera a la nación. 2

En segundo término, se dice que el régimen político colombiano es “ilegítimo” porque, a pesar del apoyo obtenido en las urnas, los dirigentes se ven en amplías dificultades para regular las relaciones sociales en la totalidad del territorio. No obstante, el hecho de que el estado no detente el monopolio de la violencia o de la administración de justicia, no debería ser síntoma de su inviabilidad o ilegitimidad. Una mirada más detallada al caso colombiano da cuenta que el Estado no tiene la misma presencia ni el mismo poder en la totalidad del territorio. Como se ha expuesto en una ficha precedente 3, siempre han existido territorios por fuera del control del gobierno central, donde la autoridad ha sido alcanzada o disputada por otros actores sociales, tales como las guerrillas o los grupos paramilitares. En la misma línea, también han existido otras regiones donde la dominación se ha ejercido a través de intermediarios, muchas veces por la vía del clientelismo. Por último, las regiones más integradas y articuladas, como es el caso de las grandes ciudades y la zona andina, gozan de bajos niveles de violencia y altos índices de gobernabilidad. En conclusión, si el Estado es ilegítimo por no hacer cumplir las leyes y los mandatos en todo el territorio, habría que recordar entonces que ese carácter del Estado se construye de forma gradual y conflictiva durante la articulación de regiones y sectores sociales.

Por último, es común oír que el sistema político es ilegítimo porque los colombianos no confían en sus representantes ni en muchas de sus instituciones democráticas, a pesar de haberlas elegido popularmente. En últimas, este indicador de legitimidad es construido con base en las percepciones que la gente se hace: gran parte de la opinión pública considera que sus representantes e instituciones son ilegítimos por cuenta del clientelismo y la corrupción. Normalmente, este tipo de opiniones se origina en sectores urbanos de las clases medias y altas, con cierto nivel de educación y buenos ingresos, que tiene un acceso fácil a los servicios de salud, educación e infraestructura. Y se refleja en un discurso antipolítico de los medios masivos de comunicación, que muestra un cierto rechazo a la actividad política tradicional, especialmente de los llamados políticos “emergentes” que vienen desplazando a los políticos del “notablato” tradicional, cuyas carreras indican el alto grado de movilidad social producida en los años recientes. En contra de estas percepciones, habría que preguntarse entonces, si para los sectores deprimidos \’beneficiados\’ por el intercambio de servicios de las relaciones clientelistas, sus jefes y sus instituciones son igualmente “ilegítimos”. Si esto fuera así, los políticos de las regiones no renovarían sus curules y gobiernos en las elecciones de cada 2, 3 o 4 años.

Los tres aspectos mencionados anteriormente obligan a mirar la forma como se fue configurando el sistema político que tenemos hoy en Colombia. Para ello es necesario recordar cómo se fue consolidando el bipartidismo y la manera cómo la clase política fue afianzando su vínculo con sus bases sociales. De esto nos ocuparemos en el siguiente apartado.

2. Bipartidismo, afiliaciones políticas y clientelismo

Durante gran parte de la historia de la democracia colombiana, los partidos tradicionales - liberal y conservador- han sido los principales protagonistas de la contienda política. Desde los inicios de la República, los partidos se fueron organizando como confederaciones de redes de poder, que articulaban las elites y las burocracias locales y regionales con el aparato y las instituciones del Estado Nación. Esa relación entre instituciones estatales y confederaciones de redes de poder condujo a un régimen político de carácter dual, caracterizado por la superposición de instituciones políticas inspiradas en las experiencias de los Estados consolidados de otras latitudes sobre formas de poder basadas en las jerarquías sociales previamente existentes. Esta superposición oculta lógicas contradictorias: las instituciones de los Estados consolidados contraponen a individuos libres y racionales a instituciones impersonales, gobernadas de acuerdo a normas objetivas previamente establecidas, mientras que las formas de poder de nuestras regiones y localidades están caracterizadas por las relaciones de lealtad y subordinación entre clientes y patrones, que se originan a veces en el sistema colonial de jerarquización por castas.

Esa dualidad de lógicas hace que François-Xavier Guerra defienda la necesidad de la mediación política del gamonal o cacique electoral 4 para la implantación de instituciones modernas en sociedades tradicionales 5. En un sentido similar, Fernando Escalante sostiene que no hay tanta incompatibilidad entre formas clientelistas y ciudadanas de actividad política como se supone. Para él, el problema reside, en el caso mexicano, en la profunda contradicción existente entre el proyecto explícito de las clases dominantes (creación de ciudadanía y nación modernas) y su proyecto implícito, que obedecía a la necesidad de mantener su control clientelista sobre las masas populares, que era la base social de su poder 6.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que estas formas de poder estaban lejos de ser estáticas: las estructuras de poder existentes en el orden nacional, regional y local eran esencialmente cambiantes y conflictivas debido a la competencia de los grupos oligárquicos entre sí y la lucha interna dentro de ellos: esos grupos se enfrentaban por el control de los poderes locales y regionales y representaban intereses regionales contrapuestos, o distintos proyectos nacionales. Normalmente, esos grupos buscaban aliarse con grupos afines de otras regiones y alinearse con los poderes políticos que se estaban formando en el centro. De este proceso resulta la adscripción de grupos y redes a uno u otro partido político de carácter nacional. A su vez, los proyectos contrapuestos de unificación nacional elaborados desde el centro, buscaban proyectarse a las regiones para conseguir respaldo para alcanzar el poder en el orden nacional 7. De ahí que la adscripción a los partidos, más que expresar una afinidad ideológica a un programa abstracto, da cuenta de la forma como conflictos de todo tipo encontraron canales de expresión.

Ese proceso de articulación de niveles políticos y de construcción de identidades partidistas se vio reforzado por las ocho guerras civiles que tuvieron lugar en el siglo XIX colombiano. La participación de amplios sectores de población en ellas afianzó los lazos de patronazgo y lealtad con sus gamonales y caciques: “cuando terminó la última de las guerras, había muy pocas personas o localidades que todavía abrigasen dudas sobre sus lealtades” 8. La expandida socialización partidista de las masas hizo que la clase política se estableciera como la intermediaria en la relación entre los individuos y la nación. A través de ella, los adscritos a las colectividades crearon un sentimiento de pertenencia a un grupo político que trascendía su espacio local, y que los remitía, de una u otra forma, a la vida política nacional. En ese sentido, las identidades clientelistas a los partidos tradicionales representaban una especie de inclusión trunca y subordinada de los grupos subalternos a la vida política.

Las diferencias partidistas se radicalizaron en el siglo XX. Durante las décadas de los treinta y los cuarenta, la controversia en torno a los intentos modernizantes de la república liberal creó un intenso clima de polarización que llevó a la renovación del enfrentamiento entre liberales y conservadores. Con el asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948, el conflicto se agudizó aún más y adquirió enormes proporciones: se estima que más de 200.000 personas murieron en este periodo conocido como La Violencia. Ante tal panorama, los líderes de los partidos tomaron medidas conducentes a la pacificación del país: tras un corto gobierno militar del General Gustavo Rojas Pinilla, acordaron en 1958 turnarse en el poder durante cuatro periodos presidenciales, es decir, 16 años. Además, el pacto conocido como el Frente Nacional contemplaba que los partidos liberal y conservador compartirían en proporciones iguales las burocracias y los cuerpos de representación. El Frente Nacional sirvió para apaciguar los sectarismos y disminuir el conflicto bipartidista pero a costa del debilitamiento de las afiliaciones políticas a los partidos.

Según algunos autores, el apaciguamiento del sectarismo bipartidista durante el Frente Nacional y en los años siguientes, produjo una agudización de la lucha entre las facciones de los partidos, al lado de una generalización y un refinamiento de las prácticas clientelistas de los partidos que buscaban conservar la afiliación política de las redes locales y regionales9. La dinámica del gobierno compartido entre conservadores y liberales fortaleció la capacidad mediadora de sus líderes porque los representantes de los partidos eran los únicos que podían acceder a los cargos de la burocracia y a los recursos del Estado. Esto hizo que ellos acumularan y asentaran su poder gracias a la administración y distribución de tales recursos. El jefe político de Santander, Tiberio Villareal se refiere a la diferencia entre antes y después del Frente Nacional de la siguiente forma: “en aquella época la gente no necesitaba de promesas ni ofrecimientos, no había que entregarles obras ni darles almuerzo. Al contrario, los líderes de las veredas lograban que sus vecinos aportaran dineros y con eso se preparaban las jornadas electorales y ellos mismos se encargaban de casi todo” 10. A diferencia de esto, durante el Frente Nacional es gracias a la distribución de puestos, la repartición de favores y la prestación de servicios, que los políticos obtienen votos y respaldo para legitimar su acceso al poder.

Este estilo de actividad política ilustra la naturaleza del sistema del clientelismo como la relación asimétrica e instrumental entre un patrón que otorga favores burocráticos y protección a sus clientes que corresponden con lealtad política y otros servicios (votos, información u organización electoral). El clientelismo se erige así como un sistema de seguridad social limitado y desigual que beneficia a quienes están dentro de la clientela. Por lo mismo, esta forma de “administrar” los recursos del Estado a la vez que incluye a ciertas redes, excluye y marginaliza a otras tantas que o no son de la misma clientela, o no están articulados en absoluto a la lógica clientelista. El sistema del clientelismo amplía la presencia de las instituciones del Estado a regiones deprimidas a través de intermediarios 11 y convierte a la clase política en la mediadora entre la administración pública local y nacional, lo mismo que entre las regiones y el Estado central. Por medio de ella, los individuos se relacionan con el gobierno y acceden a los servicios del estado y a un desarrollo así sea de carácter precario 12.

3. Modernización selectiva del Estado y deslegitimación de la clase política

Obviamente, la importancia de este tipo de intermediación crece con la importancia del reparto de la burocracia y de los recursos fiscales del Estado central, lo que lleva a tensiones internas. Las necesidades de racionalización del gasto y de modernización del aparato burocrático llevaron a la denominada “modernización selectiva del Estado”, que se concentró en las agencias del Estado dedicadas al manejo macroeconómico como el Departamento de Planeación Nacional, el Ministerio de Hacienda y algunas empresas descentralizadas del Estado. Además, las reformas buscaban despojar de toda injerencia en el manejo del gasto público a la clase política tradicional. Al margen de estas agencias modernizantes, de corte burocrático, el Ministerio de Gobierno, otros ministerios y otras entidades quedaban encargadas de negociar el reparto del botín burocrático con las facciones de poderes regionales y locales, adscritas a las federaciones de los dos partidos tradicionales 13.

El resultado de estas reformas selectivas fue la creciente deslegitimación de la clase política tradicional a los ojos de la mayoría de la opinión pública, que tendía a ver a los políticos profesionales encerrados en su propia lógica burocrática y clientelista, al quedar despojados de la capacidad para negociar en favor de las necesidades de las regiones que habían refrendado su poder en las elecciones. Además, a cambio de la pérdida de la iniciativa en lo referente al gasto público, se les otorgaron a los congresistas, como compensación, los “auxilios parlamentarios” para distribuir entre sus feudos electorales. Estos auxilios contribuían a la virtual perpetuación de los congresistas en sus puestos, ya que los parlamentarios en ejercicio quedaban en ventaja sobre los políticos emergentes que pretendían desplazarlos.

Todo esto aumentó la deslegitimación de las prácticas clientelistas, definidas como la “apropiación privada de recursos oficiales con fines políticos” 14. En dicha lógica los políticos profesionales ejecutaban todo tipo de prácticas para mantener la fidelidad electoral, como la realización de obras, escuelas, carreteras y puestos de salud que frecuentemente llevan su nombre; la creación de cargos adicionales para sus clientes en las burocracias locales o departamentales; la compra de votos a cambio de ladrillos, tejas, mangueras, almuerzos y otros productos; o la asignación de becas y cupos en el sistema de seguridad social. Como es conocido, los recursos bajo estas modalidades se asignan de forma antitécnica y asimétrica, contradiciendo los pareceres de los técnicos, que sostienen que una planeación y ejecución más racional de los mismos produciría mayor bienestar y desarrollo. Por su parte, los políticos tradicionales se quejan, a veces con razón, de que las reformas modernizantes pensadas por los tecnócratas de la burocracia central no tienen suficientemente en cuenta los intereses y las particularidades de las regiones que representan. Y que la lógica clientelista responde, a veces, mucho mejor a esas particularidades.

Esta contraposición de lógicas y la consiguiente deslegitimación de las prácticas clientelistas no debe hacernos olvidar que la pertenencia a las redes clientelistas y beneficiarse de sus prácticas es “el único acto de participación política formal dentro del sistema que tienen oportunidad de experimentar un gran número de comunidades colombianas cada dos o cuatro años” 15. Y a veces, la única manera de acceder a los servicios de las entidades estatales.

Además, conviene tener en cuenta el papel que este tipo de políticas ha jugado en el proceso gradual de articulación de regiones y poblaciones subalternas en la vida política de la nación. La historia de los procesos de construcción del Estado nos recuerda que el clientelismo se presenta como una primera ruptura de los regímenes oligárquicos, que se presenta cuando el gobierno de los notables locales y regionales se ve obligado, por la expansión de la participación electoral, a buscar apoyo popular que legitime su poder 16. Esa relación electoral se transforma cuando el aumento de los recursos fiscales del Estado central convierte a los jefes políticos locales y regionales en los intermediarios privilegiados de sus clientes y regiones frente a las instituciones estatales 17: su poder social y económico, de carácter local y regional, sirve de base para negociar con los partidos del orden nacional, a los que ofrece apoyo electoral a cambio de acceso a las ventajas del poder central. Y la conservación de su influjo local y regional los obliga a otorgar y buscar beneficios para conservar la lealtad de sus clientelas, so pena de ser desplazados por otros grupos oligárquicos en ascenso. Esta competencia inter e intraoligárquica hace que el modelo sea más dinámico de lo que la estructura estática de la sociedad tradicional permitiría suponer. Por otra parte, el sistema permanece abierto al ascenso de nuevos grupos emergentes de poder, como se ha visto recientemente en el ascenso de los poderes locales asociados a los grupos paramilitares, que han desplazado a veces a las elites locales tradicionales o, en otras ocasiones, han obligado a otras a pactar con ellas.

4. El papel político del clientelismo

Por eso, el recorrido histórico que hemos hecho por las raíces históricas del clientelismo y el desarrollo de la actividad de los políticos tradicionales a lo largo de casi dos siglos de historia, nos obliga a matizar bastante las afirmaciones que descalifican de entrada a la clase política tradicional. Y entender las razones históricas que han conducido a la descalificación de las prácticas clientelistas de la clase política tradicional y tomar conciencia de las concepciones políticas que se ocultan tras esa descalificación. Por otra parte, también nos permite comprender el contexto histórico y social que explica la aceptación de este tipo de prácticas por amplios sectores de la población, para los que funciona como un sistema deformado de seguridad social y el único mecanismo que les permite acceder a los servicios del Estado. En ese sentido, esas prácticas representan un sistema trunco y subordinado de inserción de los grupos subalternos a la vida política y social de la nación, que les otorga cierto grado de legitimidad. El estilo de presencia diferenciada de las instituciones estatales conlleva, consiguientemente, unos grados de ciudadanía diferenciada: la relación clientelista se presentaría en las regiones y localidades donde la presencia de las instituciones estatales está mediada por los poderes locales y regionales, de corte gamonalista.

Estos planteamientos permiten afirmar que en el panorama político colombiano conviven distintas formas de legitimidad; o en otras palabras, que la legitimidad de los representantes e instituciones se adquiere por mecanismos diferentes. Tales mecanismos pueden ser los legales-racionales de la tecnocracia, el voto de opinión y las plataformas políticas; o también los mecanismos de las relaciones de lealtad y clientela. Podríamos decir entonces que la “legitimidad” de un régimen corresponde más a las particularidades del vínculo político entre representantes y representados, que a la comparación entre modelos reales y modelos abstractos de democracia. En consonancia con lo dicho, los diversos tipos de legitimidad reflejan también la coexistencia de formas disímiles de gobernanza y de ciudadanía: esto otorgaría algún grado de legitimidad a las prácticas clientelistas en las regiones y localidades donde los partidos políticos y la clase política profesional han disputado al estado el control de lo político y se han desempeñado como los intermediarios del poder central y los proveedores de servicios y recursos en las regiones y localidades.

Este acercamiento más complejo a los temas del clientelismo y de la legitimidad de la clase política tradicional deja planteada una serie de interrogantes: ¿Hasta qué punto el sistema clientelista de la clase política tradicional permite cierto grado de expresión de las necesidades e intereses de los grupos subalternos que los apoyan? ¿Hasta qué punto es reformable y democratizable ese sistema, de manera que se pudiera considerar como un paso gradual hacia la construcción de ciudadanía? ¿Hasta qué punto las críticas a los políticos clientelistas ocultan el rechazo elitista al ascenso social de los “tenientes” o “segundones”, que han venido desplazando a los notables locales y regionales del poder, gracias a la necesidad de la profesionalización de la actividad política, que necesita ahora políticos de tiempo completo, que vivan de esa actividad? ¿Hasta qué punto las críticas a las prácticas corruptas de algunos políticos tradicionales han ido conduciendo al desprestigio de toda transacción política y de toda gestión a favor de las regiones y localidades a las cuales representan? Y, finalmente, ¿ hasta qué punto estas críticas, a veces bastante justificadas por los abusos presentados, terminan por desprestigiar la actividad política en general y producir la total despolitización de la sociedad?

Los anteriores interrogantes conllevan a pensar que las nociones difundidas de gobernanza o gobernabilidad, al concebir el clientelismo como un “atentado” contra la democracia y la legitimidad del régimen, en definitiva no ayudan a entender por qué dichas prácticas tienen relevancia y se han mantenido vigentes a lo largo del tiempo; ni permiten dilucidar por qué razón en el contexto político colombiano han podido convivir formas clientelistas y ciudadanas de actividad política. En últimas, esta ficha apuesta porque se deben construir nuevas perspectivas teóricas para conceptos como legitimidad y gobernanza, con el fin de lograr una comprensión menos anómala o anormal de nuestra historia política.

Notes

1 - Pedro Santana Rodríguez., 1990, “Crisis institucional y legitimidad política en Colombia”. Revista Foro, No. 12 (junio 1990). Bogotá, pp. 47

2 Ver Fernán González. “Aproximación a la configuración política de Colombia”, en Para leer la política. Bogotá: 1997, Bogotá, CINEP, pp.36

3 Remitirse a la ficha La presencia diferenciada del Estado en Colombia, un desafío a los conceptos de gobernabilidad y gobernanza, del Dossier Definición y conceptos de gobernanza en Colombia.

4 Estos son términos utilizados para designar a aquellos personajes que en las localidades poseen cierto prestigio derivado de sus propiedades o abolengos. Sin ser los más ricos, ni los mayores propietarios, los caciques o gamonales intervienen en los asuntos públicos, son tenidos en cuenta para la designación de las autoridades y administran el capital electoral de sus regiones de influencia.

5 François-Xavier Guerra 1982, “Lugares, formas y ritmos de la política moderna”, en Boletín de la Academia Nacional de Historia,, tomo LXXXII, # 285, Caracas, y 1989, “Teoría y método en el análisis de la revolución Mexicana” en Revista Mexicana de Sociología, año LI, # 2, Ciudad de México.

6 Fernando Escalante, 1993, Ciudadanos Imaginarios, El Colegio de México, México y 1995, “Clientelismo y Ciudadanía en México”, en Análisis Político # 26, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, diciembre de 1995.

7 Fernán González, op.cit, pp 27-29

8 Malcolm Deas., “Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia. En Del poder y la gramática, Bogotá:, Editorial Tercer Mundo, 1993, p.209

9 Francisco Leal Buitrago y Andrés Dávila. Clientelismo. El sistema político y su expresión regional. Bogotá: 1990. TM-IEPRI.

10 Ibíd., Pp166

11 Ibíd., Pp 94.

12 Ver Fernán González, “Clientelismo y administración pública”, en Para leer la política, Op, Cit.

13 Ana María Bejarano y Renata Segura,1996, “La modernización selectiva del Estado durante el Frente Nacional” en Controversia # 169, Bogotá, CINEP, noviembre de 1996.

14 Leal y Dávila, op, cit. Pp 47.

15 Ibíd. Pp80

16 Nicos Mouzelis, 1994, “Populismo y clientelismo como modos de incorporación de las masas en los sistemas políticos semiperiféricos”, en Carlos M. Vilas, compilador, 1993, La democratización fundamental. El populismo en América Latina, México, Consejo Nacional para la cultura y las artes, pp. 463-467.

17 Malcolm Deas, 1993, “Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia”, en Del poder y la gramática…, antes citado, pp. 218-221.

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Ana María Bejarano y Renata Segura, “La modernización selectiva del Estado durante el Frente Nacional” en Controversia # 169, Bogotá, CINEP (noviembre de 1996).

Malcolm Deas. “Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia”. En Del poder y la gramática, Bogotá: 1993 Editorial Tercer Mundo.

Fernando Escalante, Ciudadanos Imaginarios, México: 1993 El Colegio de México.

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Fernán González. Para leer la política. Bogotá: 1997. Editorial CINEP.

Fernán González y Silvia Otero, La presencia diferenciada del Estado en Colombia, un desafío a los conceptos de gobernabilidad y gobernanza, del Dossier Definición y conceptos de gobernanza en Colombia, 2006.

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                      • “Teoría y método en el análisis de la revolución Mexicana” en Revista Mexicana de Sociología, año LI, # 2, Ciudad de México: 1989.

Francisco Leal Buitrago y Andrés Dávila. Clientelismo. El sistema político y su expresión regional. Bogotá: 1990. TM-IEPRI.

Nicos Mouzelis, “Populismo y clientelismo como modos de incorporación de las masas en los sistemas políticos semiperiféricos”, en Carlos M. Vilas, compilador, La democratización fundamental. El populismo en América Latina, México: 1993. Consejo Nacional para la cultura y las artes.

Eduardo Posada Carbó, `Ilegimitimidad` del Estado en Colombia. Sobre los abusos de un concepto”, Bogotá, Alfaomega Colombiana, Fundación Ideas para la paz, diciembre de 2003¨

Pedro Santana Rodríguez. “Crisis institucional y legitimidad política en Colombia”. En Revista Foro, No. 12 (junio 1990). Bogotá.

 

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