English Français Español

Análisis

Las antinomias de la revolución ciudadana

Le Monde Diplomatique (edición de Buenos Aires), septiembre 2008.

Por Franklin Ramírez G.

septiembre 2008

El Presidente Rafael Correa ha ganado en los últimos 3 años más de 6 elecciones; aplica una estrategia que el autor denomina “anti sistémica”, con robusto apoyo popular legitimado a las urnas, enfrentando el establishment y los paradigmas del estatus quo político. Esto no obvia para que en el Movimiento Alianza PAIS en la Asamblea Constituyente de Montecristi se hayan revelado tensiones entre el Presidente y los asambleístas.

Contenido

En medio del pertinaz ataque de los principales medios de comunicación a la política económica de gobierno, embestida centrada en la expansión del gasto fiscal y la creciente inflación, el presidente Rafael Correa ha mantenido tasas de popularidad y de respaldo a su gestión que superan al 60%. Desde el retorno democrático en 1979, ningún presidente ecuatoriano había logrado retener durante tanto tiempo tan altos niveles de credibilidad entre la población. Ello resulta aún más sorprendente si se considera que Correa llegó al ballotage, en septiembre 2006, en segundo lugar con el 23% de los votos.1 Su triunfo en segunda vuelta sobre Álvaro Noboa catapultó al joven economista -que se autocalifica como de izquierda cristiana- y a su flamante movimiento Alianza PAIS (AP) al ejercicio del poder para el periodo 2007-2011.

En los seis primeros meses de gobierno, Correa puso todo su empeño en el cumplimiento inmediato de sus principales ofertas de campaña. Rompió el canon de la política económica ortodoxa de los años 90 y relanzó al Estado al protagonismo en materia de planificación del desarrollo nacional, regulación de la economía y las finanzas, y redistribución de la riqueza. Incrementó la inversión pública en el campo social (duplicó el bono de la pobreza e incrementó el de la vivienda) y abrió nuevas líneas de crédito para medianos y pequeños productores. Realineó la política exterior del país e inscribió al Ecuador en el concierto de los países sudamericanos que han tomado distancia de la Casa Blanca, habiéndose acercado al eje Brasilia-Caracas-Buenos Aires.

En ese marco se lanzó la iniciativa del Plan Ecuador como una estrategia de cooperación y desarrollo en la frontera norte del país, para contrapesar al Plan Colombia del presidente Álvaro Uribe. El activismo diplomático de Correa se ha concretado en el acercamiento de Ecuador con Rusia, Irán y China, y ha fortalecido su compromiso con la integración regional mediante iniciativas como la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), el Banco del Sur y más recientemente, el Consejo de Defensa Sudamericano.

Quizás lo más significativo en la coyuntura ha sido la convocatoria a una consulta popular en abril del 2007 para que la ciudadanía se pronuncie sobre la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que produzca una nueva Carta Magna para el país. Ocho de cada diez ecuatorianos respondieron favorablemente a la pregunta. En el plazo establecido en el Estatuto aprobado en la consulta, la Asamblea Constituyente entregó la nueva Constitución.

La estrategia antisistémica de Correa

La riesgosa decisión de Alianza País de no presentar candidatos para diputados al Congreso Nacional en las elecciones de septiembre de 2006, delineó la identidad política originaria del movimiento y prefiguró la estrategia de cambio político radical que Correa conduce desde su arribo al Palacio de Carondelet. Tal opción no sólo expresaba su voluntad de sintonizar con un electorado abiertamente hostil a los partidos políticos, sino que definía un rasgo estructural del proyecto político correísta: su marcado carácter antisistémico. Dicha identidad de base explica, en gran medida, su fulgurante éxito político, aunque determina al mismo tiempo un conjunto de ambivalentes efectos en el curso de su acción, a la vez como fuerza gobernante y como actor mayoritario de la Asamblea Nacional Constituyente instalada en Montecristi en noviembre de 2007.

La distorsión de la representación política, inflada por la decisión de Alianza País de abstenerse de presentar candidatos al Congreso, era un dato duro que favorecía la legitimidad de la estrategia presidencial de convocar a una Constituyente de plenos poderes y demandar el cese de funciones del Congreso. En el Congreso eran mayoría los diputados de los partidos tradicionales –favorecidos por la abstención de Alianza País– en tanto las fuerzas de izquierda aliadas al gobierno eran minoritarias.

El escenario de gobernabilidad de Correa lucía entonces sombrío, acosado por los fantasmas de derrocamientos presidenciales de la historia reciente. Correa era el único presidente de la historia moderna de la democracia ecuatoriana que no sólo ganaba sin sostenerse en partido político alguno, sino que empezaba a gobernar sin ninguna representación en el Congreso. El robusto apoyo popular a la figura presidencial aparecía como el único punto de apoyo del nuevo gobierno, que enfrentaba al establishment político-parlamentario con el discurso refundacional legitimado en las urnas. Sin partido político ni soportes propios dentro de las instituciones, la dinámica de confrontación política giró rápidamente en torno al carismático líder. La renuencia de la derecha afincada en el Congreso, a aceptar la convocatoria a la Asamblea Constituyente supuso una declaratoria de guerra abierta a un presidente sin ninguna disposición a favor de pactar con una clase política a la que considera fiel representante de las élites sociales altas (los pelucones) y de los intereses oligárquicos del país.

Si una Asamblea Constituyente de plenos poderes era para Correa el espacio ideal para viabilizar su proyecto radical de cambio y para recomponer las relaciones de fuerza en el ámbito institucional; en cambio para los partidos políticos tradicionales suponía una casi segura desaparición del campo político nacional. No se equivocaron.

La nueva constelación de ideas dominantes ponía por delante de toda contradicción política la oposición entre “partidos perversos” y “ciudadanos virtuosos”. Se trata de un sólido bloque de representaciones y discursos sociales cuya formación antecedió al arribo al poder de Correa, que legitimaron en todo momento el ataque presidencial sin tregua a los partidos y al Congreso, al punto de propiciar, sin apego a derecho, la destitución de 57 diputados acusados de obstruir la convocatoria a la consulta popular de abril de 2008. Así, lo que en septiembre de 2006 aparecía como una mera estrategia electoral, se decantaba en el primer trimestre del 2007 como la punta de lanza de una elaborada estrategia de desmantelamiento y recomposición del orden institucional ecuatoriano.

El descalabro institucional del Ecuador había empezado en realidad diez años atrás con los sucesivos enfrentamientos entre las élites políticas y económicas que conseguían ganar las elecciones, pero no lograban adecuados niveles de acuerdo político para instaurar su dominio en formas estables de gobierno. El faccionalismo de los grupos dominantes redundó en tres derrocamientos presidenciales en una década.

El gobierno de la revolución ciudadana –como se denomina oficialmente al proceso en curso- embistió contra esos sectores. La banca, los medios de comunicación y sobre todo la élite económica de Guayaquil –representada por su Alcalde y máximo exponente de la demanda autonómica de esa región costeña, Jaime Nebot– se convirtieron en el blanco de permanentes ataques presidenciales. Su confrontación con los llamados poderes fácticos le ha valido más de una crítica en la opinión pública por la escasa vocación del Presidente para el diálogo, pero ha redundado en altos réditos entre sectores medios, subalternos y plebeyos que ven en ese estilo de conducción una señal de efectiva ruptura con el pasado.

El éxito de la estrategia antisistémica de Correa se confirmó con el triunfo de Alianza País en las elecciones de asambleístas constituyentes. El oficialismo no sólo alcanzó 80 de las 130 curules en disputa, sino que, por primera vez en los últimos 27 años de regímenes civiles, la distribución territorial del voto no reflejó las históricas divisiones regionales del país: Costa / Sierra, Quito / Guayaquil. Alianza País triunfó en la Costa donde desde hace quince años el Partido Social Cristiano había controlado todos los resortes del poder local. Alianza País ganó casi en todo el territorio nacional. Las fuerzas del centro y la derecha quedaron reducidas a su mínima expresión y sin posibilidades de incidir en el debate constitucional. Correa ocupó así todo el espacio político nacional.

Tensiones internas

Desde un inicio los medios dominantes y la derecha política intentaron minar las bases de legitimidad de la Asamblea de Montecristi. Si en un primer momento impugnaron sus plenos poderes y el cierre del Congreso, posteriormente criticaron su doble rol -el redactar la nueva Constitución y el emitir Mandatos con fuerza de ley- en coordinación con el ejecutivo. A lo largo del proceso condenaron -además- el “mayoritarismo” de Alianza País y la excesiva intervención del Presidente en la toma de decisiones del bloque oficialista.

Lo cierto es que mantener unidad y cohesión en el bloque de gobierno en Montecristi exigió un esfuerzo enorme a la plana mayor de Alianza País. No se trataba, en modo alguno, de una bancada homogénea. En ella coexistían fracciones políticas diversas, que iban desde la centro derecha hasta una variedad de expresiones de izquierda, donde cohabitaban posiciones ecologistas, vertientes cercanas al movimiento indígena, asambleístas próximos a ciertos sindicatos, asambleístas relacionadas con organizaciones de mujeres, o al activismo de las ONG, había expresiones de las iglesias progresistas (y de otras no tan progresistas), militancias tradicionales provenientes de viejos y nuevos partidos de izquierda, hasta ciudadanos “recién llegados” a la política. En semejante escenario Rafael Correa aparecía como la argamasa que unifica tendencias y representaciones que en ocasiones similares anteriores habían fracasado en sus intentos de acercamiento y alianza.

Si bien la reforma tributaria –la política pública más coherente y progresista de las medidas gubernamentales– y la liquidación legal de la tercerización y la flexibilidad laboral evidenciaban fluidez en relaciones entre el Presidente y la Asamblea; en cambio los debates sobre la cuestión ecológica mostraban a luz pública las múltiples tensiones al interior de Alianza País. Las posiciones ambientalistas fueron abanderadas por Alberto Acosta, Presidente de la Asamblea, fundador y miembro del buró político de Alianza País, asambleísta más votado del país, intelectual cercano a los movimientos sociales desde los años 80. Como Ministro de Energía del gobierno de Correa, Alberto Acosta había delineado la propuesta para dejar bajo suelo el petróleo del campo ITT (Ishpingo-Tambococha-Tiputini), situado dentro del Parque Nacional Yasuní, una de las reservas de biosfera más importantes del planeta, a cambio de recibir una compensación económica de la comunidad internacional por el aporte de Ecuador a la conservación del ecosistema. Aunque la propuesta tuvo eco a escala internacional -y continúa siendo negociada con algunos países europeos- nunca tuvo el respaldo pleno de Rafael Correa.

Por cierto, las tensiones entre “extractivistas” y “ambientalistas” comenzaron dentro del gabinete ministerial de Correa y se intensificaron en el curso de las deliberaciones constituyentes. Alberto Acosta y los asambleístas “leales” a Correa mantuvieron intensos duelos en relación con los límites ambientales de la explotación minera, o sobre la declaración del agua como derecho humano fundamental, o la necesidad de consultar (tesis de Correa) u obtener el consentimiento previo (tesis de Acosta) de las poblaciones y comunidades indígenas cuando se proyecte la explotación de los recursos naturales en los territorios que ocupan esas comunidades o pueblos.

La influencia moral e intelectual del entonces Presidente de la Asamblea, que contaba siempre con el respaldo del reducido bloque de Pachakutik2, permitió que las tesis ecologistas salgan bien libradas en los dos primeros debates. Se dio paso, además, a la sui generis figura de otorgar derechos a la naturaleza. En relación con las explotaciones de los recursos naturales se impuso, en cambio, la línea “realista” del bloque de constituyentes “leales” a Correa. La dureza del debate dejó malogradas las relaciones entre las dos figuras políticas más visibles de la “revolución ciudadana” y, peor aún, las relaciones entre el poder ejecutivo y el movimiento indígena. No sería su último desencuentro.

Sin embargo, las primeras deserciones del bloque oficialista vendrían por otras razones. Algunas facciones de Alianza País -aun a pesar de las reservas morales de Correa, quién no había escondido que es un católico practicante- propendían hacia una mínima modernización de la Constitución en materia de derechos sexuales y reproductivos. El peso del lobby ultra-conservador en la opinión pública aupó la renuncia de dos asambleístas que consideraban que tales propósitos eran contrarios a la moral católica de los ecuatorianos. Las organizaciones de mujeres, por el contrario, condenaron la timidez con que el oficialismo encaró ese tema.

En medio del acoso mediático, con escándalos políticos de por medio y la intensificación de las fricciones internas, la Asamblea perdía aceleradamente prestigio social. Alberto Acosta no había conseguido dotar de una identidad y una densidad política propia al proceso constituyente. Su voz y las de otros promisorios liderazgos en el seno de la Asamblea pasaban prácticamente desapercibidas frente a la imagen del gran líder. La imagen de Correa continuaba intacta e incluso se afirmaba más luego de su enérgico rechazo a los bombardeos colombianos al territorio ecuatoriano de Angostura, el 1 de marzo de 2008, donde cayó asesinado Raúl Reyes, el número dos de las FARC.

La debilidad de la Constituyente

La presencia de un “coordinador de contenidos” entre el Ejecutivo y la Asamblea3 y la cuasi institucionalización de frecuentes reuniones del bloque de asambleístas junto con el buró político de Alianza País, espacio donde actuaba su núcleo fundador además de delegados de otras tiendas políticas aliadas al gobierno, y obviamente el presidente Correa, evidenciaban los problemas de conducción política del proceso y la voluntad del círculo presidencial de tener bajo su férula a la Asamblea.

Al “mega bloque” fueron invitados posteriormente los asambleístas de las pequeñas bancadas afines a Alianza País, provenientes de Pachakutik, el MPD y la Izquierda Democrática. Con todos ellos, la mayoría llegaba a 90 constituyentes. En la práctica, tales reuniones funcionaron como instancias de debate y decisión partidaria. En su seno se consensuaba las resoluciones que luego serían votadas en el pleno de modo conjunto. Los disensos podían aparecer en esta instancia, pero una vez que se llegaban a acuerdos, las diferencias no debían expresarse en las sesiones plenarias. La unidad del bloque se preservaba con sigilo al costo de evitar la amplificación de ciertos debates en el pleno de la Asamblea. La constante presencia de una diversidad de organizaciones sociales en su seno mantenía, no obstante, el matiz participativo del proceso.

Aunque los medios de comunicación han insistido en que se redactó una Constitución a la medida de Correa, lo cierto es que en el seno del “mega bloque” las controversias y agrios debates entre el Presidente y algunos asambleístas no fueron pocas. Correa debió recular en varias tesis. La declaración del Estado ecuatoriano como plurinacional –demanda del movimiento indígena desde fines de los 80– evidenció el peso de las posturas movimientistas y pro-indígenas dentro de Alianza País, no bien comprendidas por Rafael Correa y sus allegados, como tampoco por los bloques opositores. Algo similar sucedió con cuestiones relativas a los derechos colectivos y demandas corporativas de los sindicatos de empleados públicos.

La tensión entre Alberto Acosta –quien para entonces había dejado de asistir a las reuniones del buró político- y el entorno presidencial llegó a su punto más crítico cuando el Presidente de la Asamblea, luego de siete meses de sesiones y con tan sólo 54 artículos aprobados (de los 444 con que cuenta el texto), planteó la necesidad de extender el período de las deliberaciones por dos meses más. Según su argumento, el tiempo político no podía condicionar la calidad del debate constituyente. Pero las encuestas gubernamentales evidenciaban que la Asamblea se desgastaba aceleradamente y que la campaña mediática contra la nueva Constitución tenía cada vez más adeptos. En la consulta popular de abril 2007 se había fijado, además, que el plazo para redactar la Constitución era de ocho meses, de modo que vencía a fines de julio de 2008. Rafael Correa y el buró político de Alianza País interpretaron la propuesta de Alberto Acosta como un virtual suicidio político. El dilema entre evitar un fracaso electoral en el referéndum aprobatorio de la Constitución, o debilitar la cohesión del bloque y perder a una de sus figuras emblemáticas, se resolvió en contra de Acosta. A un mes del cierre del proceso, el buró de Alianza País le pidió que “dé un paso al costado” en la dirección de la Asamblea.

La decisión cayó como una bomba en Alianza País, en la Asamblea y los movimientos sociales. Aun así, apenas cuatro asambleístas votaron en el bloque oficialista contra la renuncia de su Presidente, lo que reveló que Alberto Acosta no había forjado las alianzas debidas dentro de la bancada mayoritaria. Sin embargo, Acosta no anunció una separación de Alianza País y resaltó, por el contrario, que continuará sosteniendo el proceso. Sin su presencia en la conducción de la Asamblea quedó despejado el camino para una mayor intervención del ejecutivo en las deliberaciones. Con nuevo presidente, el pleno de la Asamblea aprobó 380 artículos en tres semanas.

La salida de Alberto Acosta, la escasa autonomía de la Asamblea y el distanciamiento de Rafael Correa de los movimientos sociales incrementaron las voces que, desde la izquierda, tomaron distancia con el régimen. El optimismo de militantes y adherentes de la revolución ciudadana estaba en su punto más bajo cuando el gobierno anunció, el 8 de julio de 2008, la incautación de 200 empresas del grupo Isaías, uno de los clanes financieros guayaquileños más poderosos del país, a fin de recuperar una parte de los 660 millones de dólares que los ahorristas y el Estado habrían perdido en la crisis bancaria de 1999, que terminó con la dolarización de la economía. La impronta anti-oligárquica del proceso se recompuso de inmediato, los movimientos sociales anunciaron su respaldo a la medida y las encuestas revelaron una recuperación en la imagen del Presidente y de la Asamblea. No obstante, el Ministro de Economía prefirió dimitir antes que sostener la medida gubernamental. En la encumbrada ala derecha del régimen, la medida -que el Estado debió haberla tomado mucho antes- no cayó bien.

El escenario electoral

El escaso rigor procedimental del cierre del proceso constituyente y el contundente pronunciamiento de la alta jerarquía de la Iglesia Católica ligada al Opus Dei, de que haría campaña en contra del proyecto Constitucional por considerar que abre la puerta a la legalización del aborto, que reconoce la unión entre personas de mismo sexo y que es estatista, advirtieron que la aprobación de la Constitución en referéndum no sería tarea fácil. El gobierno y Alianza País prepararon una intensa campaña electoral para convencer sobre todo a los indecisos, que suman casi el 40% del electorado, sobre las bondades del proyecto preparado en Montecristi. Las organizaciones y movimientos sociales se pronunciaron por un SÍ crítico con independencia del régimen. Una derrota electoral supondría para ellos el fracaso de un largo ciclo de movilización y lucha social que estaba impregnado en la nueva Carta Magna.

En efecto, descontando el sostenimiento del presidencialismo como lo más característico del nuevo régimen político, tesis a la que se opusieron el movimiento indio y las fuerzas de izquierda en la Asamblea de 1998; la Constitución del 2008 contiene el conjunto de demandas que emergieron años atrás desde la resistencia popular al neoliberalismo, como también desde otras agendas de modernización democrática y transformación social del Estado, la política y la economía.

La Constitución de Montecristi desarrolla tesis ligadas a la reconstitución y racionalización del Estado. Refuerza las regulaciones ambientales de la economía. Configura un modelo de desarrollo que propende a la igualdad social y al sostenimiento de la soberanía económica y alimentaria del país. Con el derecho a la seguridad social cobija a las personas que tienen a cargo el trabajo no remunerado del hogar. Refuerza el principio de no-discriminación, la paridad de género en los cargos de designación y en las candidaturas. Reconoce la plurinacionalidad del Estado. Promueve la participación social y la democracia directa. Da primacía al poder civil sobre el actor militar. Profundiza el sufragio universal ampliando el electorado con el contingente de jóvenes mayores de 16 años, los ecuatorianos en el exterior, los extranjeros, los reos sin sentencia, los policías y militares…

Algunos de estos avances fueron inicialmente calificados por Correa como barbaridades. En efecto, durante la última semana del proceso constituyente Correa incrementó la presión sobre la Asamblea para rectificar “las barbaridades”. El proyecto constitucional fue defendido in extremis por los segmentos más progresistas de la Asamblea y del mismo gobierno. Públicamente se denunció que muchos artículos del texto constitucional fueron modificados a última hora. En campaña, Corea tomó en sus manos la defensa de la nueva Carta Magna y definió al referéndum del 28 de septiembre como “La madre de todas las batallas”. Los sectores de oposición aupados en el activismo eclesiástico, emprendieron una feroz ofensiva contra el régimen. Con todo esto los riegos de polarización política en el país se agrandaron.

Notas de pie de página

1: En la segunda vuelta Correa obtuvo el 57%

2: Brazo político-electoral del movimiento indígena ecuatoriano.

3: Fue designado para ese cargo Augusto Barrera.

 

Ver también