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Análisis

Frente a las evoluciones de la sociedad actual, la distinción entre los distintos tipos de bienes ofrece un terreno de aplicación privilegiado para la grilla de lectura de la gobernanza. El esquema binario, según el cual existirían por un lado los bienes públicos y por otro los bienes privados o mercantiles, no resiste al análisis. A la luz de la trilogía presentada por la grilla de lectura de la gobernanza – “objetivos, criterios éticos y dispositivos de trabajo” –, aparecen en realidad cuatro categorías de bienes. Cada una de ellas requiere una gestión específica y permite reorganizar nuestra visión de las cosas, adaptándola a los desafíos de nuestro tiempo. Así pues, entre otros beneficios, esta tipología arroja una nueva luz para la comprensión de las relaciones entre la acción pública y el mercado.

Contenido

El mercado es una forma de gobernanza entre otras, sometida a los mismos principios y a los mismos objetivos que las demás

¡El mundo no es una mercancía! Es el grito de unión de quienes se oponen a la globalización neoliberal. ¿Quién podría no apoyar una consigna que da en el clavo de manera tan precisa? ¿Podemos considerar como un progreso humano la transformación de toda cosa, todo ser, toda idea y todo servicio en un bien mercantil para llegar a una situación en la cual, retomando la famosa expresión, conoceríamos el precio de cada cosa y el valor de ninguna? ¿Cómo ignorar que una sociedad se divide, se desintegra si aquello que no tiene un valor mercantil en lo inmediato es dejado de lado y si las relaciones sociales se transforman en relaciones económicas?

El mercado es sólo una de las formas de la “gobernanza del intercambio” de bienes y servicios. Hay que tratarlo entonces, analizarlo y juzgarlo según los mismos principios que a las demás formas.

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Sigamos analizando el mercado desde nuestras pautas de lectura de la gobernanza. Dijimos que era conveniente volver atrás en la historia, buscar las condiciones que dieron nacimiento a las normas y las reglas para poder contextualizarlas y delimitar su alcance. (…)

El mercado, como forma de gobernanza, no está exento de la necesidad de pasar de una tipología dominada por las competencias, las reglas y las instituciones, a una nueva en la que predominen los objetivos, los criterios éticos y los dispositivos de trabajo. El objetivo final de la economía general consiste en organizar el marco y los mecanismos de regulación de la producción y la gestión de bienes y servicios con vistas al florecimiento de las sociedades y de la paz. Esto debe hacerse según criterios de justicia social y de responsabilidad, y también en el marco de un desarrollo sostenible que respete los equilibrios entre la humanidad y la biosfera y los derechos de las generaciones futuras. Por lo tanto, es en relación con estos objetivos y criterios que hay que juzgar al mercado como forma de regulación.

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La división tradicional entre lo público y lo privado se ha vuelto poco pertinente

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Abordemos ahora el segundo punto: la definición, en el siglo XXI, de un bien público o de un servicio público. Afirmar que “es un bien manejado por la autoridad del poder público” no es sino el resultado de una elección de la sociedad. ¿Pero en virtud de qué criterios la sociedad evalúa esta necesidad? Al analizar, me parece que hay tres criterios diferentes que se mezclan: la naturaleza de los bienes y servicios, su vocación y su repartición.

  • La naturaleza de los bienes y servicios: ¿son bienes que pueden producirse y distribuirse mediante los mecanismos del mercado?

  • Su vocación: ¿se trata de bienes o servicios que la sociedad considera indispensable ofrecer a todos sus miembros? ¿Qué diferencia hay, en lo que respecta a la naturaleza del bien, entre una consulta médica y un turno en la peluquería, a no ser que la salud sea considerada de interés público y el corte de pelo no?

  • Su repartición: podemos considerar que la igualdad frente a la educación, el acceso a la vivienda o el derecho a un medioambiente de buena calidad son demasiado importantes como para depender de los recursos financieros o de las elecciones personales de cada uno.

Estos tres criterios son eminentemente respetables y las sociedades los combinan según sea necesario. Al asociarlos rígidamente para formar la esfera de la acción pública reducimos en cambio la paleta de soluciones posibles, cuando la vocación misma de la gobernanza es, por el contrario, ampliarla. Los criterios de vocación y de repartición de los bienes pueden llevar a soluciones muy distintas de una sociedad a otra, puesto que unas preferirán el suministro directo de servicios por parte de la colectividad mientras que otras darán prioridad a los mecanismos de redistribución financiera. A mi parecer, en razón de la evolución de nuestras sociedades, el primer criterio (la naturaleza de los bienes y servicios) brinda un hilo conductor muy fecundo para abordar con un nuevo enfoque la relación entre acción pública y mercado.

La relación entre la acción pública y el mercado se ve determinada por la naturaleza de los bienes y servicios

El hilo conductor -casi me atrevería a decir el criterio experimental- que nos va a ayudar a diferenciar los distintos bienes y servicios es la “prueba del compartir”.(…) He constatado que esta prueba del compartir daba lugar, a grandes rasgos, a cuatro categorías muy diferentes de bienes y servicios que, a su vez, inducen relaciones muy distintas también entre acción pública y mercado, dando por sentado que, tal como lo veremos, dentro de cada una de las categorías el abanico de soluciones y decisiones posibles de la sociedad sigue siendo muy grande.

La primera categoría, para la que podríamos reservar la expresión de “bien público” stricto sensu abarca los bienes que se destruyen al compartirse o que, cuando existen y son producidos, benefician a todos sin que su uso por parte de uno excluya el uso por parte de otro. Estos bienes requieren una gestión colectiva.

La segunda categoría, que podríamos calificar “recursos naturales” en el sentido más amplio del término, abarca los bienes que se dividen al compartirse y existen en cantidad finita. Estos bienes requieren una gestión económica para movilizarlos, mantenerlos y reproducirlos, pero su cantidad depende sólo parcialmente del ingenio humano; su repartición tiene más que ver con la justicia social que con la economía de mercado.

La tercera categoría incluye los bienes y servicios que se dividen al compartirse pero que son ante todo producto del ingenio y del trabajo humano. Son principalmente los bienes industriales y los servicios a personas. Tal como lo hemos visto, pueden ser considerados como bienes y servicios indispensables y depender por “vocación” o por “repartición” de una gestión pública, pero se adaptan bien por otra parte a una regulación de mercado, como forma descentralizada de asignación y combinación de los recursos.

Por último, la cuarta categoría, la más interesante para el futuro, está constituida por los bienes y servicios que se multiplican al compartirse. Esta álgebra paradójica en la cual dos dividido por dos es cuatro es la del conocimiento, la información, la relación, la creatividad, la inteligencia, el amor, la experiencia, el capital social. Lo que doy lo conservo y me enriquezco con lo que el otro me da. Lógicamente estos bienes y servicios deberían regirse no por el mercado sino por el mutuo compartir: recibo porque doy.

Podemos entender ahora por qué la evolución de la sociedad hace que sea necesario pasar de una categorización de dos clases, bienes públicos y privados, a una de cuatro clases tal como la que acabamos de describir. La producción industrial de tipo “minera” subestima la importancia de los bienes de primera categoría, actúa como si los recursos naturales fueran prácticamente ilimitados y trata a los bienes de la cuarta categoría como una cantidad despreciable. La economía clásica concentra entonces su atención en los bienes y servicios de la tercera categoría. Hasta hace muy poco tiempo, hasta que se crearon los indicadores de desarrollo humano, la medida misma del desarrollo estaba asociada de manera significativa y exclusiva a los bienes y servicios de la tercera categoría. El producto bruto interno sólo se refiere a ellos y excluye inclusive a la gran subcategoría de los bienes y servicios autoconsumidos. Ni la destrucción de los ecosistemas, ni la degradación de los recursos naturales, ni menos aún los bienes que se multiplican al compartirse son tomados en cuenta o siquiera considerados en ese caso.

La evolución de la sociedad ya no permite aproximaciones tan generales ni tan pervertidas. Los bienes de la primera categoría, especialmente los bienes públicos mundiales, son necesarios para nuestra supervivencia y esto pone en tela de juicio tanto la supremacía de los mercados como la soberanía de los Estados, que son los dos integrismos de la gobernanza. La buena gestión y la equidad de distribución de los recursos naturales se vuelven vitales a medida que su escasez aumenta, considerando el crecimiento de la población y el modo de vida pródigo de los países ricos. Los bienes de la cuarta categoría están destinados a ocupar un lugar preponderante, tanto como factor de producción o de gestión de los demás tipos de bienes, como para garantizar el bienestar de todos.

Las premisas de la economía clásica ya no corresponden entonces a las realidades. Las contorsiones ideológicas para hacer entrar como sea y a la fuerza a estas tres categorías dentro de la lógica del mercado se parecen mucho a los desesperados esfuerzos en astronomía por adaptar el modelo de Tolomeo a la realidad, antes de que la revolución copernicana, de la cual hablábamos en la introducción de este libro, viniera a proponer una nueva cohesión de conjunto.

Dentro del marco de cada una de estas categorías tenemos que analizar ahora las posibles relaciones entre la acción pública y el mercado.

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Los principios comunes de la gobernanza se encuentran en la gestión de las distintas categorías de bienes y servicios

La diferenciación de las cuatro categorías de bienes y servicios nos permitió entender mejor las relaciones entre acción pública y mercado propias de cada una de ellas. Para concluir, podemos destacar ahora las profundas analogías que muestran el alcance general de los principios de gobernanza.

En primer lugar, la definición de la gobernanza mediante objetivos, criterios éticos y dispositivos concretos demuestra en cada caso ser muy efectiva para sacudir certezas demasiado bien instaladas y defendidas por sólidos intereses. Las reglas de la gobernanza económica deben ser evaluadas y enriquecidas constantemente en función de sus efectos concretos. Asimismo, los criterios de legitimidad de la gobernanza ofrecen una grilla de análisis interesante para determinar lo que es aceptable y lo que no lo es. El simple hecho de considerar al mercado como una modalidad de gobernanza entre otras, evaluada según los mismos criterios que las demás permite, tal como hemos visto, pasar del dogma de una ciencia económica a un enfoque experimental y abrir ampliamente el campo de lo posible.

Luego, en todos los casos, incluidos los bienes de la tercera categoría, se plantea la cuestión de la articulación de los niveles de gobernanza y se aplica el principio de subsidiariedad activa. De esta manera se logra obtener el máximo de diversidad y de unidad a la vez. (…)

La articulación de los niveles de intercambio de los bienes de la tercera categoría -llamémoslos “bienes mercantiles” para simplificar- requiere un esfuerzo suplementario de innovación. La idea es invertir la carga de la prueba: es legítimo todo sistema local que demuestre su superioridad, en referencia a los objetivos generales de la gobernanza, con respecto a la “solución estándar” de referencia, que es la del mercado mundial. La moneda social, por ejemplo, responde a ese criterio, al menos en situación de crisis.

Si observamos que la inserción de una economía local en el mercado mundial destruye los vínculos sociales y, al mismo tiempo, es fuente de un empobrecimiento del capital social de la sociedad; si dicha inserción compromete progresivamente la seguridad alimentaria o la calidad de la alimentación porque las garantías anteriormente existentes, que dependían de las interdependencias locales, no fueron reemplazadas por garantías construidas a otro nivel de gobernanza, esto significa que se pierde por un lado más de lo que se gana por el otro.

Asimismo, el óptimo económico basado solamente en los intercambios mercantiles se ha logrado a costa de una degradación de la situación en ámbitos más importantes de la vida en sociedad. El proceso de especialización de las producciones entre regiones, entre países y entre actores económicos termina, en los hechos, fortaleciendo las filiales verticales de producción. Se pierde de vista el vínculo con las otras categorías de intercambio, ya sean intercambios sociales o con el medioambiente. Todo sucede entonces como si la herramienta de medida unidimensional empleada para calcular el “progreso económico” demostrara ser descaradamente reductora y ocultara lo esencial de los fenómenos.

Para preservar la equidad entre los actores y evitar los efectos de renta, podríamos formular por ejemplo el siguiente principio: dentro de un marco y de una agenda de tareas en común que preserven la igualdad de oportunidades de los actores, y permitan en particular la llegada constante de nuevos actores para impedir los efectos de renta, toda sociedad, en toda socieddrentas oportunidades de los actores y permitan en particular la llegada constante de nuevos actores para impedicualquierel el nivel que fuere, puede desarrollar sistemas de intercambio que respondan a su situación y a sus necesidades específicas -siempre y cuando pueda demostrar la superioridad de estos sistemas frente a la simple aplicación de las reglas uniformes del mercado.

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A través de la gestión de cada categoría de bienes hemos encontrado, por último, dos principios de gobernanza que serán expuestos en las páginas subsiguientes: el partenariado necesario entre los distintos tipos de actores y el papel central de los territorios locales en la organización detallada de las relaciones de toda índole.

 

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