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Avances en el régimen político en la Constitución de Montecristi.

Compilación, Francisco Muñoz. Análisis. Nueva Constitución, ILDIS – La Tendencia, Quito, 2008.

By Alfredo Ruiz Guzmán

September 2008

El artículo analiza las propuestas de Participación y Organización del Poder, planteados en la Carta Política de Montecristi. El texto también observa las implicaciones de la Participación en Democracia y las Funciones del Estado en el sistema político nacional.

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INTRODUCCIÓN

La Carta Política propuesta en Montecristi marca una diferencia formal que encierra diferencias conceptuales profundas con la Constitución de 1998, y que lo anuncia en el TÍTULO IV denominándolo Participación y Organización del Poder.

A continuación, la denominación de los capítulos que comprende el TÍTULO IV marca el contexto dentro del cual se desarrolla el diseño normativo del poder político y sugiere abiertamente una nueva concepción de fondo sobre la que se sustenta. Resulta sugerente que dentro de este título se articulen las disposiciones constitucionales referentes a la “Participación en Democracia”, que corresponden al “Capítulo Primero”, con las “Funciones del Estado” que se desarrollan entre los Capítulos segundo y sexto.

Estas últimas comprenden no sólo a las funciones clásicas: Legislativa, Ejecutiva y Judicial –con importantes cambios– sino también a las nuevas funciones: Transparencia y Control Social y la Función Electoral. El Capítulo séptimo, se refiere a la Administración Pública y abarca también a la Procuraduría General del Estado.

Por ello, debe reconocerse el significado de la intención del constituyente al involucrar, con carácter prioritario inclusive, a la participación social democrática en la concepción y estructura de la organización del poder. Anótese que el planteamiento constitucional del tema empieza con la Participación en Democracia y que, luego, de manera subordinada, se desarrollan los capítulos relativos a las funciones del Estado.

No obstante, concomitantemente se mantiene y desarrolla un modelo de régimen político presidencialista –como corresponde a la larga tradición republicana del Ecuador y a las exigencias de la coyuntura- con importantes innovaciones, que se derivan principalmente del papel que se le asigna a la participación social, sin precedentes por su volumen e importancia, así como de las reformas que se introducen a las normas que rigen la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, y que se explicitan en las atribuciones de ambas funciones del Estado.

EL PODER, LA ORGANIZACIÓN SOCIAL Y LA PARTICIPACION DEMOCRÁTICA

Dentro de la Constitución propuesta en Montecristi se da forma normativa a una nueva concepción de la estructura y el funcionamiento del poder político, según la cual éste debe ser ejercido por la sociedad a través de formas específicas de participación, en conjunto con los órganos del poder público representativos de las diferentes funciones del Estado.

En esta parte, la Carta Política guarda coherencia y desarrolla uno de los principios fundamentales que sirve de base a toda la arquitectura institucional del Estado. En efecto, el primero de los artículos, al caracterizar al Estado ecuatoriano, luego de enunciar que es de naturaleza “constitucional”, agrega que también es “social y democrático” para, en el segundo inciso, postular que “La soberanía radica en el pueblo… y se ejerce a través de los órganos del poder público y de las formas de participación directa.“

A partir de este enunciado la Constitución propuesta se aparta también de la anterior y sienta las bases para la recuperación y el progreso histórico del Estado social de derecho en el Ecuador, sobre todo desde el punto de vista de la evolución democrática, pues pasa a una etapa de democracia participativa, superando los intentos anteriores que apenas llegaron a una débil formulación. La mención a las formas de participación social directa en el ejercicio del poder público (Art. 1) sustituye positivamente a la referencia que hace la Constitución de 1998 a “…los medios democráticos…” como mecanismos de ejercicio del poder.

EL PODER CIUDADANO Y EL DERECHO A LA RESISTENCIA

El Capítulo primero “Participación en Democracia” desarrolla la normativa constitucional referente a esta temática, desde los “Principios de la participación” hasta la “Representación política”, pasando por la “Organización colectiva”, la “Participación en los diferentes niveles de gobierno”, la “Democracia directa“ y las “Organizaciones políticas”.

Los ciudadanos tienen derecho –por principio constitucional- a participar en forma individual y colectiva, en las decisiones, la planificación y gestión de los asuntos públicos, así como en el control de las actuaciones de los representantes y de las instituciones. Este derecho se ejerce por intermedio de las instituciones y procedimientos de la democracia representativa, directa y comunitaria.

La Constitución propuesta reconoce a “todas las formas de organización de la sociedad” el derecho a autodeterminarse y participar en las decisiones y políticas públicas, así como en el control social de todos los niveles de gobierno, de entidades públicas y de las privadas que presten servicios públicos.

Más aún, la ley fundamental concede legitimidad constitucional al poder ciudadano integrado por las organizaciones de la sociedad civil, y le reconoce el derecho a fortalecerse, bajo la condición de que garantice “…la democracia interna, la alternabilidad de sus dirigentes y la rendición de cuentas…” incorporando a la institucionalidad política un nuevo actor, de indiscutible trayectoria histórica, muy poco valorada por cierto, y de gran proyección futura. Ese nuevo actor político y social podrá ejercer importantes atribuciones, por disposición constitucional, como intervenir en la mediación y solución de conflictos; actuar por delegación de autoridad; demandar por reparación de daños a entes públicos y privados; formular propuestas en una amplia gama de aspectos: económicos, políticos, sociales y culturales, además de plantear otras iniciativas que “…contribuyan al buen vivir”.

Debe valorarse la presencia constitucional de un poder ciudadano dotado de amplias e importantes atribuciones que se proyectan inclusive sobre los asuntos políticos y que, en definitiva, está llamado a convertirse en el eje concentrador de la participación ciudadana en el ejercicio del poder, a fin de vislumbrar su extraordinario alcance, en conjunto con un nuevo derecho que reconoce la Carta Política: el derecho a la resistencia.

En efecto, se reconoce también, a los individuos y a los colectivos, el derecho a la resistencia “…frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos…”, reconociendo, además, a los individuos y a los colectivos, el derecho a “…demandar el reconocimiento de nuevos derechos”.

LAS INSTANCIAS DE PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y LA SILLA VACÍA

Complementariamente, se reconoce también el derecho a la “acción ciudadana”, que deberá ejercerse ante la autoridad competente, de conformidad con la ley, con lo cual, desde la Constitución se dota al poder ciudadano, a las organizaciones que lo integran, a los individuos y a los colectivos, de una herramienta procedimental para oponerse a la violación real o potencial de un derecho que, como corresponde, debe ser desarrollado por la ley.

Además, como parte de la institucionalidad que se otorga a la participación democrática se establecen las “instancias de participación”, en todos los niveles en que se ejerce el gobierno. Estas deberán conformarse con autoridades elegidas, con funcionarios del régimen y con representantes sociales del ámbito territorial correspondiente y sus objetivos se dirigen a elaborar en conjunto planes y políticas nacionales, locales y sectoriales; mejorar la calidad de la inversión pública; elaborar presupuestos participativos de los gobiernos y promover la formación ciudadana. Para ello podrán organizar múltiples espacios de participación, como audiencias públicas, veedurías, asambleas, cabildos populares, consejos consultivos, observatorios y, en general, los espacios que la ciudadanía considere convenientes.

Además, la Constitución propuesta crea la figura institucional de la “silla vacía”, que deberá existir en las sesiones de los gobiernos autónomos descentralizados y que, paradójicamente, siempre deberá llenarse con un representante de la ciudadanía, de conformidad con los temas a tratarse, representante que podrá participar en el debate y en las decisiones correspondientes.

LAS FORMAS DE DEMOCRACIA DIRECTA

A las importantes y nuevas formas de participación democrática antes mencionadas debe agregarse las que corresponden a las del ejercicio directo de la democracia, con importantes mejoras. Estas empiezan con la iniciativa popular normativa que puede plantearse, de manera muy amplia, para proponer la creación, reforma o derogatoria de normas jurídicas, ante cualquiera de los órganos competentes para la elaboración normativa, permitiéndose a los proponentes participar en el debate y condicionando su tratamiento al plazo de 180 días, vencido el cual, la propuesta entrará en vigencia.

Reuniendo los requisitos correspondientes, la ciudadanía podrá solicitar la convocatoria a consulta popular sobre cualquier asunto. Igualmente, podrá solicitar referéndum para reformar la Constitución, así como la revocatoria del mandato de las autoridades de elección popular –incluido el Presidente de la República- cumpliendo determinados requisitos que tienen que ver, principalmente, con la representatividad democrática en función del número de solicitantes.

Objetivamente, los aspectos de la Constitución propuesta contienen no solo la conceptuación que sustenta una nueva forma de concebir el ejercicio del poder político, a través de una valoración importante de la participación social, sino que, además, diseñan las nuevas instituciones por intermedio de las cuales deberá hacerse efectiva dicha participación.

Complementariamente, el Título IV sobre la Participación y Organización del Poder contempla también la creación de una nueva función, de “Transparencia y Control Social”, agregándole mayor importancia a la participación social en la nueva concepción del régimen político.

LA FUNCION DE TRANSPARENCIA Y CONTROL SOCIAL

Hay que destacar que la Constitución propuesta incorpora a la estructura orgánica del poder a dos nuevas funciones: la de Transparencia y Control Social, y la Electoral, superando la concepción clásica de los tres poderes o tres funciones: Legislativa, Ejecutiva y Judicial, y creando nuevos órganos de ejercicio del poder. De esta manera, se construye un nuevo y más amplio sistema constitucional de distribución del poder y se evita la excesiva concentración del mismo.

Reconociendo que el pueblo es el primer fiscalizador del poder público, la nueva Constitución concede a todos los ciudadanos el derecho a participar y fiscalizar los actos de interés público y, bajo esta premisa, se establece la Función de Transparencia y Control Social para impulsar el control del sector público y privado que desarrolle actividades de interés público, fomentar la participación ciudadana, proteger los derechos reconocidos en la Constitución y la ley, y combatir a la corrupción. Esta nueva función del Estado se integra por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, la Defensoría del Pueblo, la Contraloría General del Estado y las Superintendencias.

EL CONSEJO DE PARTICIPACION CIUDADANA Y CONTROL SOCIAL

Por las atribuciones que se le asigna y por su composición representativa, el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social es la entidad más importante de la nueva función. Está integrado por 7 consejeros seleccionados de entre los postulantes que propongan la ciudadanía y las organizaciones de la sociedad civil. Entre sus atribuciones, deberá promover la participación ciudadana; estimular procesos de deliberación pública; establecer mecanismos de rendición de cuentas; impulsar veedurías ciudadanas y el control social, e instar a las demás entidades que integran la función a actuar obligatoriamente en determinados casos, atribución que le concede un papel rector dentro del conjunto de la misma.

Deberá también investigar denuncias sobre afectaciones a la participación ciudadana o actos de corrupción, pudiendo inclusive impulsar acciones legales en cuyo proceso, además, puede actuar como parte; coadyuvar en la protección de los denunciantes de actos de corrupción, e incluso vigilar el procedimiento de las Comisiones Ciudadanas de Selección de las autoridades públicas, nuevos organismos del Estado, de marcada participación ciudadana, encargados constitucionalmente de una muy delicada e importante atribución, como se analizará más adelante.

Le corresponde también a este Consejo el designar a los titulares de la Procuraduría General del Estado y de las Superintendencias, de la Defensoría del Pueblo, Defensoría Pública, Fiscalía General del Estado, y Contraloría General del Estado, así como a los miembros del Consejo Nacional Electoral, Tribunal Contencioso Electoral y del Consejo de la Judicatura.

Como parte de la misma Función de Transparencia y Control Social se establecen las Comisiones Ciudadanas de Selección, integradas por un delegado de cada función del Estado, e igual número de representantes de la ciudadanía, escogidos por sorteo público, de conformidad con la ley, debiendo presidirlas, en cada caso, uno de los representantes de la ciudadanía, con voto dirimente. Estas comisiones deberán organizarse por medio del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social únicamente cuando corresponda designar a las máximas autoridades de las entidades del Estado y solo para estos efectos.

De esta forma, la nueva Constitución permite la participación ciudadana en un nivel de decisión extraordinariamente importante: el de la designación de las principales autoridades de las entidades públicas. Se marca así otra profunda diferencia con las cartas políticas precedentes que otorgaban esta atribución, de una u otra forma, al Congreso Nacional y o al Ejecutivo, en procedimientos combinados que, por su complejidad política, se desnaturalizaron y contribuyeron al bloqueo mutuo de dichas funciones públicas.

EL PRESIDENCIALISMO Y LA DISOLUCION DE LA ASAMBLEA NACIONAL

Una vez más, la Constitución ecuatoriana se decide por el régimen presidencial como forma de gobierno, sustentándose en su arraigada tradición histórica que comparte, además, con la mayoría de países de América, incluyendo a los Estados Unidos, cuyo sistema presidencial es ampliamente conocido y de gran influencia en la región.

El Capítulo tercero del Título IV, en cuatro Secciones, estipula el diseño de la Función Ejecutiva, con una configuración formal distinta a la de la Constitución de 1998, y con la incorporación de los Consejos Nacionales de Igualdad, nuevos órganos constitucionales para el ejercicio del poder político, integrados paritariamente por representantes de la sociedad civil y del Estado.

Según el nuevo texto constitucional, corresponde al Presidente de la República el ejercicio de la Función Ejecutiva, “… es el Jefe del Estado y de Gobierno, y responsable de la administración pública.”. Bajo este presupuesto, indispensable en un régimen presidencialista, se establecen a favor del Presidente de la República, algunas atribuciones nuevas que configuran una respuesta a problemas críticos que motivaron la poderosa exigencia nacional de una nueva Constitución.

En el artículo 148 se otorga al Presidente la facultad de disolver la Asamblea Nacional (antes Congreso Nacional) en los siguientes casos: cuando ésta se hubiera arrogado funciones que no le correspondan, previo dictamen favorable de la Corte Constitucional; si hubiere obstrucción injustificada y reiterada a la ejecución del Plan Nacional de Desarrollo, o por grave crisis política y conmoción interna, atribución que podrá ser ejercida, por una sola vez, en los primeros tres años de su período. En el supuesto de que se ejercite esta importante facultad, el Consejo Nacional Electoral, de manera casi inmediata, deberá convocar a elecciones tanto legislativas como presidenciales, para el resto de los períodos correspondientes.

Para el adecuado análisis del significado de esta nueva atribución presidencial, es indispensable mencionar que la Constitución propuesta (artículos 129 y 130) confiere a la Asamblea Nacional la atribución de enjuiciar políticamente al Presidente de la República, censurarlo y destituirlo de su cargo, en varios casos como: delitos contra la seguridad del Estado, concusión, cohecho, peculado, enriquecimiento ilícito, arrogación de funciones –previo dictamen favorable de la Corte Constitucional- en algunos casos y, en otros, sin dictamen ni juicio político previos, incluyendo grave crisis económica y conmoción interna.

Cabe destacar que esta atribución de la Asamblea Nacional únicamente puede ser ejercida por una sola vez dentro del período legislativo, en los tres primeros años del mismo y su ejercicio trae aparejada la convocatoria inmediata a nuevas elecciones legislativas y presidenciales, para el resto de los periodos.

Resulta obvio advertir que la Carta Política propuesta establece un mecanismo constitucional de compensación de atribuciones entre las funciones ejecutiva y legislativa, para que las facultades extremas de destitución presidencial y/o de disolución parlamentaria, sean aplicadas con especial ponderación y finalmente resueltas por quien corresponde, el Pueblo Soberano, mediante los procesos electorales inmediatos que dicha aplicación genera. Una vez más, la nueva Carta Política recurre a mecanismos de democracia participativa y, en este caso, directa, para resolver, en forma legítima, las contradicciones políticas más trascendentes.

Debe tenerse en cuenta, además, que la atribución concedida al parlamento es otorgada cuando todavía esta función no ha recuperado su legitimidad democrática, decrecida estrepitosamente como consecuencia de la crisis general que afecta aún a la institucionalidad del Estado social de derecho vigente, en detrimento, en todo caso, de la figura institucional del ejecutivo –y más exactamente, del Presidente de la República– notablemente recuperada, en cuanto a su legitimidad, a partir del último proceso electoral.

La Asamblea Nacional –antes Congreso Nacional- es la institución del Estado social de derecho que concentra el sistema de representaciones. Sus integrantes, designados mediante procesos electorales, de conformidad con la Constitución y la ley, deben pasar previamente por un trámite de planteamiento de candidaturas, confiado por la ley a los partidos y movimientos políticos, aunque, formalmente hablando, también es posible la participación de los independientes, igualmente bajo los requisitos que establece la ley.

Su legitimidad, indispensable para el cumplimiento de sus funciones de legislar y fiscalizar, está dada principalmente por la correspondencia entre sus actuaciones y las expectativas de la sociedad que los elige. Condición que, en la presente coyuntura, simplemente ha dejado de reunirse, como consecuencia del proceso político y constitucional desarrollado en las últimas décadas.

Dicho proceso ha llevado a la política nacional a generar un escenario recurrente, en el cual sus expresiones más notorias han sido la pugna entre las funciones ejecutiva y legislativa, mecanismo que a su vez disfraza intercambios de dádivas y chantajes, que contribuyen poderosamente a satanizar el ejercicio de la política y que culmina, en los últimos años, con la destitución presidencial en condiciones de constitucionalidad discutible.

Por ello, las atribuciones extremas que la nueva Carta Política otorga tanto al Presidente de la República como a la Asamblea Nacional son realistas y coyunturalmente oportunas, además de respetuosas del derecho del Pueblo Soberano a resolver sus conflictos mayores por la vía de la democracia directa.

LA POLÍTICA ECONÓMICA Y EL ROL DEL ESTADO

La Carta Política propuesta (artículos 147 núm. 7 y 8, 294, 295, 301, 303, 305 y otros) concede al Presidente de la República una responsabilidad protagónica en materias de planificación, y políticas presupuestaria, tributaria, monetaria, cambiaria, crediticia, financiera y comercial, y mediante los artículos 289, 290 y 291, le otorga una responsabilidad compartida en cuanto al endeudamiento público, con lo cual, evidentemente, le asigna la responsabilidad principal sobre el manejo económico del Estado.

De esta manera, la nueva Constitución recupera para el Estado la conducción de la economía del país, hasta antes diluida con el Congreso Nacional, el Banco Central y entidades de manejo descentralizado.

Resulta fácil colegir que, en el trasfondo ideológico de esta nueva concepción de la conducción económica del Estado, subyace la necesidad de responder a los reclamos sociales de contar con una economía solidaria, que privilegie los intereses de las mayorías sobre los intereses de grupos y corporaciones, necesidad que la nueva Carta Política atiende con la propuesta de un nuevo modelo económico, diseñado en sus rasgos normativos en los Títulos VI y VII, que se refieren a los regímenes de desarrollo y del buen vivir, estrechamente relacionados, modelo económico alternativo al vigente y que, por ello, requiere de un esquema de conducción también diferente.

El régimen económico de inspiración neoliberal, aplicable en función de la Constitución vigente y de las normas y políticas de modernización del Estado y de privatización de sus recursos, logró una distinción entre economía y política con la pretensión de que la economía forme parte del ámbito propio y privado de las personas, de un lugar en que el Estado no pueda intervenir, pues “la función del poder político en el desarrollo económico no ha de ir más allá de garantizar el libre juego de las fuerzas productivas, es decir fomentar el libre mercado, la competencia y la competitividad” tal como lo señala el investigador español Rafael Escudero Alay.1 El autor citado agrega que “…estos últimos años están siendo testigos del desmantelamiento de los mecanismos redistributivos del Estado Social” al referirse a los efectos de la privatización de la economía en cuanto limitante para el desarrollo de políticas sociales.

José Sánchez-Parga lo explica diciendo: “…en una sociedad de mercado al ser el modo de producción concentrador y acumulador de riqueza no sólo se excluye toda posible de distribución sino que también se impide a la misma sociedad y al Estado su capacidad redistributiva”. Y agrega, refiriéndose concretamente al Ecuador “…desde la administración de los organismos estatales hasta el funcionamiento institucional del Legislativo no sólo impiden o reducen la capacidad de crear fondos públicos procedentes de bienes privados, sino que limitan o dificultan la capacidad presupuestaria de los recursos públicos con fines redistributivos.”2

La nueva concepción de la economía política y del papel del Ejecutivo en su conducción tienen que ver también con la necesidad de fortalecer el manejo económico soberano frente a los desafíos del capital global. El tema debe ser analizado bajo una premisa indispensable: “…aceptar el hecho de que estamos definitivamente insertos en una nueva y muchas veces perversa realidad global…”, como sostiene Gilberto Dupas.3

Hoy por hoy, la amplísima libertad con que operan los actores económicos globales escapa de la acción reguladora del Estado e incluso del ámbito de la ley. El paradigma fundamental de la soberanía, en función del cual se imponía el poder regulador del Estado frente a otros similares, ha sido tan erosionado que carece de eficacia para contrarrestar las consecuencias de la estrategia del capital transnacional que algunos investigadores –Dupas entre ellos– denominan “opción salida” que, en otros términos, bajo la amenaza de retirar la inversión, permite condicionar e imponer decisiones a los gobiernos de los estados soberanos, en una suerte de chantaje que opera eficazmente contra el telón de fondo de las necesidades económicas y sociales de dichos estados.

Mediante el control de inimaginables volúmenes de capital, de recursos de la ciencia y la tecnología, de herramientas del derecho transnacional, y mediante la sumisión de los estados y sus sociedades a sus decisiones estratégicas, los representantes del capital global construyen un poder casi inexpugnable, sustentado básicamente en el “autoritarismo de la eficacia”, según Dupas. No obstante y en última instancia, esos mismos actores requieren de la autoridad pública como un medio indispensable para legitimar sus procedimientos “…sin tener que buscar el complejo consentimiento democrático y sin los obstáculos que se imponen a la autoridad emanada de los Estados constitucionales, siempre obligados a renovar su legitimación…”.4

Conforme advierte el mismo autor, esta estrategia implica que “…La responsabilidad final por las consecuencias sociales de estas acciones globales termina siendo del gobierno, que no previó, reguló o impidió…”5, circunstancia que, al mismo tiempo, deja entrever la indispensable necesidad de los actores económicos globales de contar, inexorablemente, con la colaboración de los Estados, para el cumplimiento de sus objetivos.

El Estado se regula a través del derecho y fundamentalmente desde la Constitución, la misma que debe asumir estas nuevas realidades en toda su complejidad, mediante la creación de instituciones y procesos que correspondan a esa complejidad, como lo hace la nueva Carta Política en las disposiciones citadas.

Así se mantiene coherencia con el deber primordial del Estado (artículo 3 núm. 5) que establece como tal la planificación del desarrollo nacional, la erradicación de la pobreza, el crecimiento económico sustentable y la redistribución equitativa de los recursos y la riqueza, para acceder al buen vivir… para lo cual se le dota al Ejecutivo de atribuciones adecuadas para desarrollar la concepción social y solidaria del sistema económico (Art. 283).

¿HIPER PRESIDENCIALISMO O PRESIDENCIALISMO NECESARIO?

Las posiciones que sostienen que la Constitución propuesta establece un presidencialismo extremo sustentan su aseveración al margen del proceso político, económico y social vigente en el Ecuador. En la mayoría de los casos, la aseveración se fundamenta en la distribución de poderes, como si en esta dimensión se agotara la comparación necesaria.

La Constitución -norma fundamental del Estado social de derecho- debe ser una herramienta jurídica eficaz para resolver los problemas sociales más importantes en una coyuntura concreta determinada –y no en abstracto- y para ello debe determinar los derechos fundamentales y diseñar instituciones y principios procedimentales básicos que permitan -en la práctica- la satisfacción de esos derechos.

La realidad es que la circunstancia actual del Ecuador, sus alarmantes niveles de pobreza e injusticia social, así como los desafíos externos e internos de la globalización, exigen clamorosamente un avance hacia formas de democracia participativa, como garantía eficaz para el cumplimiento de los derechos fundamentales y la satisfacción de las necesidades sociales y, concomitantemente, la aplicación de un modelo económico alternativo al prevaleciente, que priorice la solidaridad sobre las exigencias del mercado.

Resultan muy interesantes las reflexiones de José Sánchez-Parga, cuando, al analizar los problemas de “las pugnas por la representatividad” y del “autoritarismo democrático” legitimado constitucionalmente, afirma que los principales conflictos políticos que deben afrontar los presidentes son las “…férreas resistencias institucionales a sus iniciativas…”, por lo que están “…en gran medida forzados a quebrar el andamiaje neoliberal para poder implementar sus políticas anti-neoliberales…” y “…necesitan dotarse de un nuevo marco constitucional para llevar a cabo un proyecto de gobierno a largo plazo, más social y redistributivo, y que al mismo tiempo sirva de soporte a un reordenamiento de la economía y la política.”6

La calificación de extremo presidencialismo es relativa, y su acierto radica en medirlo comparativamente no sólo con respecto a las otras funciones del Estado y en especial con la función legislativa, sino contra una dimensión absolutamente decisoria: la del conjunto de los problemas reales que debe resolver para lograr el objetivo de cambio que la sociedad reclama en la actual coyuntura. Esa es, finalmente, la medida en función de la cual debe calificarse al presidencialismo.

LOS PARTIDOS POLÍTICOS Y LA ESPERANZA CIUDADANA

Una caracterización del régimen político no puede prescindir de referirse a los partidos políticos. La nueva Constitución regula su existencia institucional con más énfasis y amplitud que la Constitución vigente, en dos secciones: Organizaciones Políticas y Representación Política, dentro del capítulo Participación en Democracia que forma parte del Título IV, Participación y Organización del Poder.

Es notoria la preocupación del constituyente por diseñar un marco normativo –prácticamente reglamentario- que exija nuevas condiciones para la existencia y el funcionamiento de los partidos y movimientos políticos, a los que se sigue reconociendo la exclusividad del ejercicio de la representación política, mediante la atribución de presentar candidatos a las dignidades de elección popular, así como el derecho a la oposición política en todos los niveles de gobierno.

Las exigencias constitucionales apuntan a lograr mejores condiciones de democracia interna, de alternabilidad, de rendición de cuentas y de conformación paritaria, todo ello seguramente como consecuencia de la crisis o colapso por el que atraviesan dichas organizaciones, en virtud de las particularidades del ejercicio político neoliberal.

Reiterando importantes criterios coincidentes sobre este tema, vale la pena mencionar la opinión de Francisco Muñoz Jaramillo, manifestada en su ensayo “La forma de Estado y el Régimen Democrático en el Ecuador del 90”, donde señala que “El parlamento ya no constituye el lugar de creación y orientación de la ley y el derecho, encarnación de la voluntad general…”7 antes de referirse al problema de los partidos políticos.

En efecto, después de reconocer el papel que deben jugar los partidos políticos como mecanismos de mediación en la legitimidad democrática, el autor citado reconoce que “En las condiciones de crisis y transformación de la democracia representativa, este mecanismo comprendido como una mediación social e ideológica entre la población y el Estado, ha entrado en declive…”8 y concluye que dicho declive ha derivado en descomposición.

Es desde el fondo de esa situación de descomposición que debe levantarse la institucionalidad de los partidos y movimientos políticos para que cumplan con su papel de intermediación en la representación democrática. Para ello, la nueva Constitución aporta un marco tan ambicioso como formal que, no obstante, debe ser valorado en el conjunto de la nueva organización del poder diseñada también por la nueva Carta Política.

En efecto, la recomposición de los partidos políticos no se va a producir únicamente como consecuencia del cumplimiento de las nuevas disposiciones constitucionales, pues su crisis va más allá de lo formal y tiene que ver, en el fondo, con la desvalorización de la política, propugnada por el modelo neoliberal que intenta superarse.

Dentro de un nuevo marco social y normativo que revalorice y dignifique a la política y que imponga su valoración mediante la contundencia del poder ciudadano a través de los nuevos mecanismos de participación que trae la nueva Carta Política, seguramente se van a generar las condiciones objetivas de competencia por la representación que dé lugar una recomposición de la institucionalidad de los partidos políticos sobre la base de una nueva legitimidad. El riesgo que correrán los partidos políticos será el de perder la competencia por la representación frente a las organizaciones de la sociedad civil y con ello los espacios que todavía disponen por disposición constitucional. Y con esto se vuelve al comienzo: lo más importante del nuevo régimen político es el sistema de participación social que incorpora.

José Antonio Pérez Tapias, citando a J. Habermas dice: “Una ciudadanía participativa, que sale re-politizada del proceso a través del cual deja atrás la alienación política inducida sistémicamente, en especial a través de los resortes de un consumismo compulsivo que, bajo el señuelo de la ilusión de la individualidad, encierra a los individuos en una privacidad egoísta, es la ciudadanía que puede asumir la estrategia de controlar al Estado que a su vez ha de controlar al mercado.”9 En la ciudadanía está la esperanza.

Notes

1: Rafael Escudero Alay, Activismo y Sociedad Civil, en: José María Sauca y María Isabel Wences, edit, Lecturas de la sociedad civil, Un mapa contemporáneo de sus teorías. Madrid, Editorial Trotta.2007 p. 260

2: José Sánchez Parga, Fin de la representación, pugna de representatividades y democracia caudillista, en: Ecuador Debate 71, Quito, CAAP, 2007, p. 20

3: Gilberto Dupas, América Latina y el nuevo juego global, en: América Latina a comienzos del siglo XXI, Perspectivas Económicas, Sociales y Políticas. Rosario Santa Fe. Homosapiens Ediciones, 2005, p. 354 Gilberto Dupas, ob. cit. p. 355

4: Ibíd. p.360

5: Ibíd. p.361

6: José Sánchez Parga, ob. cit. p 21

7: Francisco Muñoz J., La forma de Estado y el régimen democrático en el Ecuador del 90, en: Hernán Yánez Quintero, comp., El mito de la gobernabilidad, Quito, Trama Editorial, 1996, p. 178

8: Francisco Muñoz J., ob. cit., p. 179

9: José Antonio Pérez Tapias, Del bienestar a la justicia. Aportaciones para una ciudadanía intercultural, Madrid, Editorial Trotta, 2007. p. 112

 

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