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Conclusión - SÍNTESIS COMPARATIVA DEL COLOQUIO « Proceso de debate y de propuestas sobre la Legitimidad del poder en la región andino-amazónica »
Conclusión - SÍNTESIS COMPARATIVA DEL COLOQUIO « Proceso de debate y de propuestas sobre la Legitimidad del poder en la región andino-amazónica »
Libro : La legitimad del poder en los países andino-amazónicos
Contenido
Assane Mbaye1
Resumen
Tanto en África como en América andina, la diversidad de las fuentes y el desplazamiento de las instancias de legitimación del poder a escala local y regional, e incluso internacional, constituyen una realidad intangible. El proceso de construcción del Estado no ha hecho desaparecer las otras formas de organización del poder y de las comunidades, dejando lugar a un pluralismo vivaz en el plano normativo. La consagración de este pluralismo se da de modo desigual en las dos regiones. A veces la impugnación de la legitimidad del poder estatal puede presentar formas violentas, pero, no es por ello menos cierto que en América andina - más que en África - se evidencian tentativas de conciliación entre la unidad del poder y la diversidad social. En África, particularmente en las antiguas colonias francesas, el mito de la unidad nacional ha tenido gran influencia sobre la organización política, institucional y jurídica de la mayoría de los Estados que se mantienen poco abiertos al reconocimiento del pluralismo normativo.
El ejercicio de síntesis comparativa que tratamos de hacer al final de este coloquio, entre las experiencias de África y de América andina, es particularmente difícil, y ello por dos razones: La primera se debe al hecho de que la calidad de la comparación está estrechamente ligada al perfecto dominio de los dos elementos que están en juego, es decir, las experiencias africanas y andinas. Ahora bien, nosotros reconocemos abiertamente nuestra incapacidad para responder a tal programa, ya que, por un lado, las experiencias africanas son tan numerosas y diversas de un país a otro, de una región a otra, según las trayectorias históricas, que sería pretencioso abarcarlas en su totalidad. De este modo, lo que diremos acerca de este continente deberá ser relativizado por el hecho de reflejar (muy) a menudo puntos de vista que se refieren sólo a África del Oeste y, en particular, a los países francófonos de esta región. Por otro lado, sería también excesivamente pretencioso de nuestra parte querer hablar con exactitud de América andina después de sólo tres días de información acerca de los contextos y realidades de esta región de la que, a decir verdad, nunca hemos tenido un conocimiento científico. A lo sumo, a menudo sentimos una cierta curiosidad con un fondo de admiración ante los originales procesos que se desarrollan, tales como las “Constituyentes” o los “Presupuestos participativos”. Por esta primera razón, nuestra síntesis reflejará más las impresiones o sentimientos inspirados por las comunicaciones y los debates que los han seguido, que verdades científicas. La segunda dificultad de nuestro ejercicio de comparación se refiere justamente a la calidad, a la riqueza y a la diversidad de los puntos de vista aquí expuestos. No podríamos dar cuenta de ello en una síntesis comparativa de quince minutos sin sucumbir al olvido o, peor aún, sin ceder ante la arbitrariedad en la elección de las ideas retenidas como elementos de nuestra comparación.
Dos hipótesis: entre pluralismo y centralidad del Estado
Bajo reserva de estas precauciones, es posible comenzar por observar que en África como en cualquier otra parte del mundo, el asunto de la legitimidad del poder se plantea en el sentido de una interrogante acerca de lo que funda la autoridad y acerca de la manera como evolucionan y se institucionalizan las formas de organización del poder con respecto a las realidades sociales. Pero este asunto se plantea de modo particular debido a la historia de este continente marcado por una ruptura mayor a consecuencia de las colonizaciones árabe y occidental. Este fenómeno ha influido mucho en la problemática de la legitimidad del poder en la medida en que ha permitido transponer nuevos fundamentos y nuevas formas de organización del poder en espacios donde ya existían regulaciones que no desaparecieron con las penetraciones extranjeras. Por el contrario, en el transcurso de la evolución, los aportes de los colonizadores se han mezclado con el pasado de las sociedades, dando origen a sistemas muy complejos donde se entreveran instituciones, costumbres, tradiciones antiguas, religiones, pero también ideología y modelo del Estado, tales como aparecieron en Occidente.
De ello deriva una pluralidad de representaciones y prácticas del poder cuya simbiosis traduce más la realidad contemporánea que la proclamación de los Estados-nación provenientes de las independencias y basando el poder exclusivamente sobre un cimiento “legal-racional”. Esquemáticamente, las personas en África pueden representarse y tener una relación con el poder que traduce simultáneamente o separadamente la pertenencia a una comunidad o la referencia al Estado; pueden tener recurso a la racionalidad y a la legalidad estatal, pero también a lo sagrado, a lo irracional y a otras normas como fundamento del poder. La alusión que hacemos a la diversidad que atraviesa las sociedades africanas no es una casualidad, ahora que durante estos tres días se ha percibido un trozo de la historia de la región andina. Si hemos comprendido bien el pluralismo proveniente de la coexistencia de las comunidades que han conservado regulaciones antiguas y del Estado moderno occidental, se puede arriesgar –a pesar del aspecto caricatural– una primera hipótesis común a nuestras dos regiones : es que el marco parece ser globalmente el mismo entre América andina y África ; en ambos casos, la problemática de la legitimidad y de la organización del poder sólo pueden ser abordadas seriamente y sin dogmatismo si se parte de la observación de la realidad que es la diversidad social que se prolonga en las representaciones, las prácticas y las relaciones con el poder y que derivan de los procesos de construcción en el tiempo de los Estados actuales.
Nuestra segunda hipótesis común es que en la diversidad descrita es el lugar del Estado, como ideología y forma de organización del poder, el que está en el centro del debate sobre la legitimidad. El Estado se ha impuesto universalmente, sean cuales fuesen las resistencias, los acomodos, las perversiones de las que fuera objeto. Y sin embargo, en África como en América andina, parece ser que aún se interrogan acerca de su pretensión para absorber la totalidad de la organización política, jurídica y social de las comunidades humanas. En los debates y en la mayoría de los puntos de vista se han podido percibir posturas con respecto al Estado, a su rol, a su lugar en la sociedad. Estos puntos de vista traducen, por lo menos indirectamente, la percepción del Estado y por ende, su grado de legitimidad respecto a los actores que lo juzgan.
Con respecto a esta doble consideración, nuestro análisis se referirá principalmente a cuatro aspectos: la dosis de violencia en los procesos de legitimación del poder, la vitalidad de las iniciativas locales y el sentimiento de su desarticulación con el Estado central, las tentativas de articulación concreta entre unidad y diversidad, el desbordamiento del Estado nacional por la integración regional, en particular en el plano constitucional.
Violencia y legitimidad del poder
No es sorprendente que el asunto de los vínculos entre violencia y legitimidad del poder se plantee en esta región y que haya sido especialmente inspirado por la comunicación de Ingrid Bolivar sobre Colombia, país que presenta una situación particular a causa de la guerrilla de las FARC. Si planteamos este asunto es porque hemos percibido, entre líneas, un profundo replanteamiento (es nuestra interpretación de su pensamiento) de la afirmación clásica (en el sentido de lo que se aprende tradicionalmente en las clases) según la cual el Estado tendría el monopolio de la violencia legítima. La presentación de la manera como la violencia de Estado y la de las FARC se alimentan mutuamente y la dificultad para percibir precisamente lo que funda aquí la actitud de las poblaciones con respecto a los protagonistas del conflicto, nos hacen pensar que sea cual fuese el autor de la violencia, la legitimidad de su autoridad sólo reposa en el dominio y en la sumisión padecida por los dominados. Esto no es falso, pero al mismo tiempo es poco tranquilizador.
No es falso porque la legitimidad del propio Estado y la de las instituciones que lo simbolizan se ha construido históricamente por el replanteamiento del orden antiguo que lo ha precedido y por la imposición de un nuevo orden que funda el poder esencialmente sobre los principios de derecho y sobre la racionalidad. Este nuevo orden se ha impuesto por el dominio y particularmente a través de la violencia, para luego prolongarse por la regulación de esta misma violencia. El Estado tiene el monopolio de la violencia legítima, no porque los otros lo reconocen, sino más bien porque a través del dominio se irrogó unilateralmente el derecho de determinar lo que es legítimo en su seno, reconociéndose así su propia centralidad y desplazando a la periferia cualquier otra autoridad que no detendría el derecho de ejercer una violencia porque ésta es legitimada por el Estado. Por consiguiente, es admisible que el orden impuesto por el Estado pueda ser discutido, replanteado o sustituido por un nuevo orden cuya legitimidad sólo podrá ser justificada por la reedición del Estado, sus símbolos y la obediencia de los dominados.
Lo que no es tranquilizador en esta demostración, es la tentación de fundar la legitimidad del poder sólo en base a un dominio que deriva exclusivamente de la violencia y finalmente, de hacer poco caso de la necesidad que la autoridad sea también legitimada por una obediencia y un respeto en cierta medida deseados por los dominados. Es cierto que en la comunicación de Ingrid Bolivar hemos podido percibir la idea que la legitimación del poder por la violencia trae consigo un reconocimiento por parte de los dominados basado en la utilidad de la autoridad para estos últimos por cuanto puede responder a algunas de sus aspiraciones como la seguridad o el bienestar material y moral. Dicho de otro modo, desde una visión de los dominados, la violencia sería tanto más legítima por cuanto el dominante (o aquel que aspira al dominio) asumiría (o prometería asumir) las obligaciones que derivan de su posición como dominante. Nos parece que se trataría de una percepción funcional y utilitarista de la autoridad cuando ésta es atribuida y no padecida. Más precisamente, la apreciación que podemos tener de la violencia como fuente de legitimidad estatal o de las FARC no tiene que partir del postulado teórico y dogmático según el cual el Estado tendría el monopolio de la violencia legítima, sino de una observación de una realidad práctica que nos proporcionaría las claves para la comprensión de los vínculos entre dominantes y dominados y nos daría la explicación del conflicto de autoridad al que las poblaciones pueden verse confrontadas en las regiones donde se desarrolla la guerrilla de las FARC. Lo que nos suscita interés en este razonamiento no es la hipótesis sobre la que descansa –es decir, que finalmente la legitimidad de la violencia no podría definirse sólo a partir de un punto de vista, en realidad muy subjetivo, del Estado–, sino más bien las dos consecuencias prácticas a las que puede conducir. La primera es admitir en cierta medida que toda violencia sería subjetivamente legítima para aquel que la ejerce. La segunda, es la disgregación de los lugares de definición de la legitimidad cuya prolongación más temible sería la permanencia no solamente del conflicto, sino del conflicto violento.
Unidad y diversidad y legitimidad del Estado
Las dos experiencias, colombiana y peruana, que pretenden reconocer y hacer operativa la articulación entre diversidad y unidad son asombrosas para un Africano de una antigua colonia francesa. Permiten postular que el reconocimiento de la diversidad es, a pesar de estar circunscrito en fronteras nacionales, un factor de refuerzo de la legitimidad del Estado y de su poder. Esther Sánchez ha recordado, por un lado, cómo la Constitución colombiana de 1991 ha afirmado la diversidad étnica y cultural con el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujeto colectivo de derecho y, por otro lado, la manera como la Corte constitucional ha interpretado el proceso de realización de los derechos de los indígenas como grupo social. Lo que es más asombroso en esta jurisprudencia, es la conciliación entre el trato diferenciado según los grupos sociales y el respeto del principio fundamental de igualdad. Hemos comprendido que según la Corte, las diferencias de trato son admisibles cuando son necesarias pero no deben conducir a discriminaciones ilegítimas con respecto a los principios constitucionales. La experiencia peruana de las rondas campesinas reconocidas como una justicia autóctona, presentada por Juan Carlos Ruiz, es también muy significativa. Desde este punto de vista, el paso del reconocimiento a la implementación por la integración de esta forma de justicia en el orden estatal ha mostrado profundas similitudes con la experiencia colombiana. En ambos casos, el reconocimiento se ha traducido en la Constitución. En ambos casos, ha sido necesario consagrar una limitación constitucional relativa al respeto de los derechos fundamentales. Sobre todo, el reconocimiento de la justicia consuetudinaria ha implicado la adopción de una legislación que establece sus vínculos con la justicia estatal con la que se articula. Las insuficiencias señaladas por J.C. Ruiz en la coordinación de las dos formas de justicia no cuestionan la validez y la idoneidad de la admisión del pluralismo en el plano judicial.
Si resaltamos estas dos experiencias de modo particular, es porque constituyen casos instructivos para el análisis de la problemática de la articulación entre diversidad y unidad en África. La construcción de los Estados postcoloniales africanos, particularmente los de las antiguas colonias francesas, ha estado sostenida por la obsesión de la unidad nacional. En el plano normativo, esta unidad se ha traducido en una organización jurídica e institucional que ha reprimido la diversidad y ha buscado homogeneizar el orden social. El reconocimiento de la diversidad cultural, sobre todo étnica, era percibido como un peligro para la unidad nacional a pesar de su afirmación en varias Constituciones. En cuanto al ejercicio de la justicia, la justicia consuetudinaria cuya existencia habían mantenido los colonizadores, generalmente ha sido suprimida. Paralelamente, se instauraron sistemas jurídicos monistas. Las costumbres han sido abolidas o, muy eventualmente, han sido integradas de manera particular en el derecho estatal bajo la forma de leyes escritas y codificadas, principalmente en los asuntos relativos al estatus personal. De este modo, las antiguas colonias francesas han reproducido la tradición francesa proveniente de la Revolución de 1789. La construcción de las Naciones se realizó en torno a la ciudadanía2 y a la eliminación de toda intermediación entre los individuos y el Estado. El sometimiento de todos los individuos a un solo y único estatus ordenaba la abolición de los particularismos comunitarios.
En gran medida, el mito de la unidad nacional es la fuente de una profunda desconexión entre construcción del Estado estatal y dinámicas sociales en África. La artificialidad de las fronteras provenientes de la colonización y mantenidas hasta la época de las descolonizaciones estaba en contradicción con el sentimiento de pertenencia nacional, ya que las nuevas naciones estaban encerradas en límites territoriales contrarios a la realidad histórica. Además, la importación y la proclamación del modelo de Estado-nación occidental no hicieron desaparecer las antiguas formas de organización y de ejercicio del poder. En el campo del derecho y de la justicia, la resistencia frente a los órdenes normativos extra-estatales dio origen a sistemas muy complejos. El Derecho y la Justicia estatales no sólo se superpusieron simplemente a los órdenes consuetudinarios y religiosos, sino que se imbricaron y fueron utilizados según estilos particulares por los individuos y los grupos sociales en función de sus intereses. En efecto, la vitalidad de las costumbres y de la mediación social prueban que el orden jurídico y judicial pre-colonial no ha desaparecido totalmente sino que, al mismo tiempo, décadas de producción normativa estatal y de implantación progresiva de la justicia estatal han permitido hacer evolucionar a las sociedades hacia un pluralismo en el que los órdenes normativos en competencia no están separados de modo hermético.
Las tentativas de instauración de modelos similares a los de Colombia o de Perú aún se mantienen muy tímidas y se limitan a menudo a proclamaciones de principio que no son implementadas de manera efectiva. Peor aún, en algunos campos, la resistencia de las costumbres tiende a crear conflictos de normas que no se llegan a resolver de modo definitivo. En materia de terrenos por ejemplo, la mayoría de los Estados africanos ha procedido a reformas inscritas en la fuerte tendencia posterior a las independencias a hacer desaparecer los derechos consuetudinarios para transformarlos en el modelo de registro del derecho de propiedad individual. Ahora bien, la mayoría de los derechos no ha sido objeto de registro; las transacciones de terrenos han quedado marcadas por su oralidad; la “propiedad colectiva” que deriva de las representaciones y de la sacralización de la tierra colisiona con el derecho de propiedad individual.
Esta misma observación es válida en materia de política judicial de los Estados. Las sucesivas reformas del sector judicial se contentan con querer eliminar las barreras físicas y materiales al acceso a la justicia estatal y se concentran en la capacitación, el estatus o la paga de los magistrados. No combinan todas estas medidas con aquellas que derrumbarían las barreras psicológicas y culturales. Sin embargo, el esquivamiento o el abandono de la justicia estatal en ciertos medios –sobre todo rurales– no sólo es fruto de la duración y de la carga de los procedimientos, del alejamiento de las jurisdicciones, del idioma de los procesos o del alto costo de los gastos de justicia, se inscribe también en una ausencia de respuesta de la oferta jurisdiccional a las expectativas psicológicas y culturales que condicionan la confianza de los sujetos justiciables en la justicia y en los jueces estatales. Más específicamente, en este campo, el carácter individualista y sancionador de la justicia estatal se opone a una concepción de la justicia conciliadora, colectiva y más relacional, cuyo objetivo no es reparar el perjuicio a un derecho individual, sino más bien preservar un equilibrio social y de las relaciones entre grupos sociales en conflicto.
En definitiva, la experiencia colombiana nos proporciona un modelo inspirador de la construcción de los vínculos entre principio de igualdad y reconocimiento de los estatus colectivos, mientras que las rondas campesinas de Perú demuestran que es perfectamente posible instaurar un sistema judicial que refleje la diversidad social y los modos de resolución de los conflictos alternativos a la justicia estatal. Por ende, los vínculos entre los diversos órdenes normativos pueden construirse más bien en base al modelo de la conciliación y no en base al modelo de la exclusión y del exclusivismo del orden estatal.
Iniciativas locales y légitimación del Estado
A pesar de los intentos de conciliación entre unidad y diversidad, el sentimiento de desconexión entre proceso de construcción del Estado y dinámicas locales –desconexión que observamos también en África– nos ha parecido muy profundo en la región andina. La relación entre las iniciativas locales y la legitimación del Estado no es valorizada, sobre todo en las experiencias presentadas acerca de las Asambleas constituyentes locales y acerca de los Presupuestos participativos. En el fondo, hemos tenido la impresión de que estas iniciativas locales se desarrollan paralelamente y no en articulación con el nivel del Estado; pareciera inclusive que el Estado está totalmente ausente de estas iniciativas. En cuanto a las Constituyentes por ejemplo, sabemos que hay procesos similares que han sido implementados en algunos países de la región andina para elaborar las Constituciones políticas. Lo que no hemos percibido, es la relación entre estas iniciativas locales con los procesos constitucionales y, finalmente, con los procesos de refundación de los Estados cuya base social se estrecha y cuya legitimidad está erosionada por su incapacidad para asumir convenientemente sus misiones.
Tal señalamiento no es anodino para nuestro propósito. En efecto, desde el comienzo de los años 90, la mayoría de los países africanos están comprometidos en procesos de descentralización, creando o reforzando colectividades territoriales locales dotadas de personalidad jurídica, administrándose libremente y ejerciendo las competencias que el Estado transfiere en su beneficio. Las políticas de descentralización apuntan hacia dos objetivos: el refuerzo de la democracia local y el desarrollo local. Después de dos décadas de implementación, el balance de estas políticas de descentralización es muy moderado. Aunque la democracia local ha hecho adelantos considerables con la elección de los dirigentes locales y el refuerzo de la participación y del control ciudadano en la elaboración, la implementación y el seguimiento de las políticas públicas locales, se reconoce que la creación de las colectividades locales no ha transformado de manera fundamental la distribución del poder del y en el Estado y no ha contribuido a socializar y a legitimar más al Estado a nivel local. Mientras que la presentación de las experiencias sobre las Constituyentes locales y los Presupuestos participativos nos ha hecho notar la ausencia relativa del Estado en estas iniciativas, podríamos tal vez atrevernos a decir que en África –a pesar de los procesos de descentralización– el Estado aún está demasiado presente a nivel local por cuanto permanece como el principal depositario del poder.
Si bien en África, lo que es dudoso es la existencia misma de los pactos locales, en América andina lo que parece hacer falta es la puesta en relación de tales pactos y su utilización al servicio de un proyecto de refundación del Estado. Su instrumentalización por parte de los movimientos sociales en contra del Estado puede acentuar el proceso de deslegitimación del mismo, en beneficio de los poderes locales; mientras que, en nuestra opinión, el refuerzo de los poderes locales puede servir para reconstruir las bases sociales del Estado a partir del nivel local.
Desborde del Estado nacional e integración regional
África, como América andina, no se ha librado de los procesos de integración regional que tienen lugar en el mundo. En efecto, en todas partes estos procesos están marcados por su dimensión económica; pero en lo que se ha insistido durante este coloquio es sobre todo en su dimensión jurídica. El desborde del Estado nacional parece ser irreversible, ya que los Estados han tomado conciencia de su incapacidad para responder por separado e individualmente a los retos de la globalización. La creación de conjuntos políticos y económicos más vastos apela a un recurso al derecho como instrumento de regulación y de integración de los sistemas nacionales. En el campo constitucional, Esther Sánchez ha mostrado, por un lado, cómo es que la elaboración de un núcleo constitucional regional –en particular el Convenio interamericano de derechos humanos– puede contribuir al refuerzo del Estado de derecho y al amparo de los derechos humanos y, por otro lado, el rol fundamental de la jurisprudencia, y particularmente de las cortes constitucionales y de la Corte interamericana de derechos humanos, por cuanto tiene una función normativa en su misión de interpretación y de aplicación de las normas constitucionales regionales.
La comparación con África puede darse en este doble plano. En efecto, y en primer lugar, el continente africano presenta un fenómeno similar de creación de un corpus normativo regional tendiente a imponer elevados estándares constitucionales de democracia y de amparo de los derechos humanos a los Estados. En esta perspectiva, a nivel continental, los principales instrumentos en la materia están constituidos por la Carta Magna africana de los derechos humanos y de los pueblos, la Carta Magna de la Unión Africana sobre la democracia, las elecciones y la gobernanza así como la Nueva cooperación para el desarrollo del África (NEPAD). En el plano subregional, en África del Oeste, la Comunidad económica de los Estados del África de Oeste (CEDEAO) también ha instituido normas de convergencia constitucional inscritas en el Protocolo sobre la democracia y la buena gobernanza. Este protocolo define principios constitucionales comunes, tales como la separación de los poderes, la exigencia de elecciones libres, transparentes y honestas, la prohibición de los cambios anticonstitucionales y de los modos no democráticos de acceso y de mantenimiento en el poder, la laicidad del Estado y la libertad religiosa, las libertades de reunión, de asociación, de manifestación, de prensa, etc.
Sin embargo, y en segundo lugar, el dinamismo de la jurisprudencia de la Corte interamericana de derechos humanos en su función normativa no tiene equivalente en el continente africano, no sólo debido al corto tiempo de existencia de la Corte de derechos humanos, que sólo fue creada en 1998, sino también a causa de la debilidad de sus poderes, ya que no dispone de ningún medio de obligatoriedad con respecto a los Estados.
La mayor enseñanza que se puede extraer de esta multiplicación de los instrumentos normativos regionales, es que la legitimidad del poder ya no depende sólo de la legalidad estatal interna. Otras instancias de legitimación del poder se conciben a merced de los abandonos de soberanía que los Estados consienten en beneficio de las organizaciones de integración. Resulta asombroso que incluso la idea de que el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima sea progresivamente cuestionada por el hecho de la necesidad de preservar el Estado de derecho cuando quienes lo encarnan a nivel nacional cometen perjuicios juzgados como intolerables. La admisión del derecho de ingerencia, a pesar de todos los límites de la “violencia legítima internacional”, puede ser entendida desde este ángulo, por su naturaleza de servir como garante ante la idea que la violencia de Estado puede ser ilegítima.
Paradójicamente, así como en este coloquio se ha insistido sobre este desplazamiento de las instancias de legitimación del poder, el rol de la “Comunidad internacional” en el proceso de legitimación o de deslegitimación del poder ha pasado bajo silencio. En África, es difícil debatir acerca del asunto de la construcción del Estado sin que intervengan las diferentes políticas de ajuste estructural impuestas por las instituciones financieras internacionales, políticas que finalmente han fragilizado más a los Estados, reduciendo sus misiones y sus medios de intervención y de redistribución.
notas
1 Jurista senegalés, miembro de la Alianza para refundar la gobernanzanza en África (ARGA) y docente en la universidad Cheik Anta Diop de Dakar.
2 Hay que recalcar que la afirmación de la unidad nacional era sobre todo un medio de consolidación del poder de las nuevas élites dirigentes; el rechazo del pluralismo político confirma el desvío abierto de la idea de ciudadanía cuyos principales atributos (libertad de asociación, libertad de elección de los dirigentes, etc.) eran neutralizados por la represión.